sábado, abril 02, 2005

El Cónclave

La sucesión del Papa muerto es, sin ninguna duda, el proceso electoral más interesante, misterioso y llamativo de los últimos dos milenios. No es simplemente la elección del heredero de San Pedro; es para el mundo católico la designación del máximo representante del hijo de Dios, elección en la que participa el Espíritu Santo.
Desde que Jesús eligió a Pedro hace cerca de dos mil años como su sucesor en la Tierra, las formas de nombrar a los herederos del Príncipe de los Apóstoles han cambiado con el paso de los siglos. El actual cónclave corresponde a la última fase de un sistema electoral que se ha ido perfeccionando con el paso del tiempo.
San Lino, el segundo Papa, fue ordenado obispo por San Pedro a quien heredó su legado y su misión. El hecho de no tener un sistema claro de elección en los primeros siglos de formación de la Iglesia católica originó graves divisiones. Hacia el año 190 surgió el primer antipapa, Hipólito, en oposición al verdadero sucesor de Pedro, Ceferino. El cisma se mantuvo durante los siguientes pontificados: Calixto I, Urbano y Ponciano. La división terminó cuando Hipólito y el Papa Ponciano fueron detenidos y, antes de morir como mártires, los dos hombres lograron la reconciliación. En la historia de la Iglesia han surgido 38 antipapas, hombres que sin haber sido legalmente elegidos se proclamaron sucesores de San Pedro.
El sistema electoral del Vaticano ha tenido historias de toda índole. El Papa Fabián, cuyo pontificado duró 14 años, fue elegido en el año 236 sin haber sido sacerdote. Se cuenta que cuando se encontraban escogiendo al sucesor de Antero una paloma se posó sobre la cabeza de Fabián y eso bastó para que fuera proclamado inmediatamente debido a que se interpretó el suceso como una señal directa del Espíritu Santo.
Las divisiones en la Iglesia fueron una constante en los primeros siglos, entre otras razones porque la frontera que separaba el clero del poder político e imperial era muy tenue. En el año 418 había dos papas: Bonifacio I y Eulalio. El emperador Honorio ordenó que un sínodo escogiera a uno de los dos y para ello dispuso que los dos candidatos salieran de Roma para no presionar la designación. Eulalio creyó que quien llegara a oficiar la Pascua en Roma tendría el favoritismo de los electores. La desobediencia enojó al Emperador quien ordenó su destierro, lo que favoreció a Bonifacio. La influencia del Imperio era tal que fue dictada una ley que le otorgaba a los emperadores el derecho de confirmar el nombramiento de los Papas.
Pero el caso del Papa Bonifacio no fue el primero ni el último. El 29 de marzo de 537 el imperio nombró a Virgilio como sucesor de Agapito. Los obispos rechazaron el nombramiento porque el Papa Silverio, nombrado legalmente, no quería renunciar. Silverio fue obligado a abdicar y asesinado poco después, hecho que ratificó el tratamiento que Roma daba a los Papas, idéntico al de cualquiera de sus funcionarios, situación que se extendió hasta el siglo VIII.
Tras la renuncia obligada de Silverio asumió la silla pontificia Virgilio, quien también tuvo que soportar las intromisiones de los políticos en las cuestiones de la Iglesia. El emperador Justiniano se puso a la cabeza del debate teológico sobre la doble naturaleza de Jesús. El imperio defendía el monofismo, es decir una sola naturaleza en Cristo, mientras que gran parte del clero propugnaba por las dos naturalezas: la Divina y la humana. Por no compartir la tesis oficial Justiniano decidió encerrar al Papa, a pesar de que había sido impuesto en el trono de San Pedro por él. El Pontífice logró escapar y el emperador decidió entonces convocar un concilio en la ciudad de Constantinopla donde estableció que el imperio era la cristiandad. La intromisión del emperador provocó un nuevo cisma, pero Virgilio terminó cediendo a la voluntad del emperador.
En el año 607 el Papa Bonifacio convocó un sínodo para reglamentar la elección del sucesor. Estableció tres pasos: únicamente dos días después de la muerte del Pontífice se podían presentar los primeros candidatos; en la elección sólo debían participar miembros del clero y el pueblo debía confirmar la elección.
El Papa Zacarías, en el mes de diciembre de 741, rompió la tradición y marcó un camino de independencia. Le informó su nombramiento al emperador pero no esperó su confirmación. Desde ese momento el Pontífice, que era considerado súbdito del Imperio, pasó a ser la primera autoridad en materia religiosa.
A la muerte de Paulo I, en junio del año 757, comenzó una nueva guerra por la sucesión. Después de muchas disputas se organizó en Roma una elección legal que ganó Esteban III quien convocó un sínodo que regulara, otra vez, la elección del pontífice. Paulo había limitado el poder de elección a los cardenales y eliminado de tajo la confirmación del pueblo.
Durante el pontificado de Valentín, año 827, el emperador Lotario promulgó una Constitución que obligó al Papa a jurar fidelidad al emperador antes de ser consagrado como sucesor de San Pedro.
En los dos años de papado de Juan IX, y para evitar más divisiones, la Iglesia regresó a las normas establecidas en la Constitución del año 824: los pontífices serían elegidos en adelante por el clero, en presencia del Senado y el pueblo romano. El Sumo Pontífice sería consagrado con la asistencia de los representantes del emperador. Con este sistema se produjo la elección de Benedicto IV, en enero del año 900, pero la división entre los representantes del clero, del pueblo y del Senado provocó el nombramiento de un simple párroco como sucesor de San Pedro. Esta designación agravó la escisión porque 30 días después una parte del clero designó como Papa a Cristóforo. Es decir, en ese momento la Iglesia llegó a tener dos pontífices: Cristóforo y León V, el primero de los cuales se refugió en Letrán y el segundo fue enviado a la cárcel. El nuevo Vicario de Cristo se mantuvo hasta enero del año 904. Esta división le permitió a Sergio, electo Papa en 892 por los opositores de Formoso, regresar a Roma; su primera orden fue enviar a prisión al antipapa Cristóforo. Tanto León V como Cristóforo murieron ejecutados.
Los historiadores aseguran que cuatro papas consecutivos, Marino II, León VII, Esteban VIII y Agapito, fueron nombrados entre los años 936 y 955 directamente por Alberico, príncipe de Roma. A punto de morir Alberico mandó llamar al Papa Agapito II y le hizo jurar que nombraría como su sucesor a su hijo, promesa que fue cumplida en diciembre del año 956. Octaviano, de 17 años, elegido con el nombre de Juan XII, coronó al alemán Otón I como emperador de Italia. Años más tarde el emperador y el Papa Juan tuvieron un grave enfrentamiento que obligó a este último a huir de Roma. El emperador Otón lo llamó a juicio pero el Sumo Pontífice no se presentó y de todas maneras fue depuesto oficialmente el 4 de diciembre del año 963. El imperio nombró entonces a León VIII, un laico, como su sucesor.
La decisión de Otón fijó un mal precedente en la historia de la Iglesia católica: llamó a juicio a un Papa, lo depuso, y luego nombró directamente a su sucesor. Pero lo más grave estaba por venir. La designación de León VIII originó una revuelta en Roma contra los alemanes, que de inmediato abandonaron la ciudad. El pontífice destituido por Otón, Juan XII, regresó a Roma y en un sínodo juzgó a León VIII por usurpación, ilegitimidad y traición, pero este logró escapar. Tres meses después, el 14 de mayo del año 964, murió Juan y ocho días más tarde los romanos designaron a Benedicto V, para quien solicitaron el visto bueno de Otón. Sin embargo, el emperador regresó y restableció a León VIII en el trono de San Pedro, lo que significó el final del pontificado de 32 días de Benedicto V.
Los sucesores del emperador Otón –Otón II y Otón III–, jugaron un papel fundamental en la designación de varios Papas, a tal punto que a la muerte de Juan XV, en marzo del año 996, el emperador Otón III candidatizó a Gregorio V, primer alemán en ser designado Vicario de Cristo.
La designación del Papa Juan XIX, en abril de 1024, también demostró que las normas de elección de los pontífices no eran las mejores. Juan fue ordenado a la carrera porque era laico y algunos historiadores lo acusan de haber repartido dinero entre el clero y el pueblo romano para lograr su elección.
Pero tal vez el mejor ejemplo de lo que sucedía en esa época es el del Papa Benedicto IX, quien fue pontífice a los 12 años y en tres ocasiones, entre 1032 y 1048. Su primer mandato duró 12 años y fue interrumpido por problemas políticos; se nombró en su reemplazo a Silvestre VIII en 1044. Seis meses más tarde Benedicto IX regresó al trono de San Pedro y expulsó a su sucesor, pero este segundo período apenas si duró 20 días. En noviembre de 1047 regresó y ocho meses después abdicó en favor de su padrino, no sin antes solicitar una jugosa indemnización de 1.500 libras de oro.
En 1058, con el nombramiento del Papa Nicolás II entró en vigencia un nuevo modelo de elección de tres fases. En la primera los cardenales se reunían para escoger un candidato. En la segunda, se informaba sobre el resultado de la elección y finalmente el elegido era presentado al pueblo para su aclamación. Este cambio reconoció el derecho exclusivo que tenían los cardenales a elegir al Sumo Pontífice.
El nuevo sistema electoral se constituyó en la primera base del futuro cónclave y en la conformación del Colegio Cardenalicio. Sin embargo, aún no era la hora de la independencia completa para la Iglesia ya que la influencia de la nobleza europea en la elección se mantuvo durante varios siglos más, incluso el veto imperial sobre determinados candidatos llegó hasta 1904, cuando el Papa Pío X impuso la amenaza de excomunión a los cardenales que facilitaran el ejercicio del veto.
El nuevo esquema de elección fue un avance, pero no la solución fundamental para eliminar todas las influencias externas. En el año 1159 la elección de Alejandro III provocó un cisma que duró 18 años gracias al nombramiento simultáneo de Víctor IV. Unas fuerzas políticas se alinearon con Alejandro, quien tenía el apoyo de los reyes Enrique II de Inglaterra y Luis VII de Francia. Víctor IV, considerado antipapa, recibió el respaldo de Federico Barbarroja.
Cuando murió Víctor IV, en 1164, fue nombrado Pascual III –también considerado antipapa–, quien permaneció en Alemania donde canonizó a Carlomagno. Casi tres años después Barbarroja asumió el control de Roma e instaló en la silla de San Pedro a Pascual, muerto pocas semanas después. El sucesor designado, Calixto III, perdió el aval de Federico Barbaroja en 1177 cuando este reconoció el poder del Papa Alejandro.
Durante este pontificado fue convocado el Tercer Concilio de Letrán, en 1179, en el cual se decidió que en adelante el Papa sería nombrado únicamente por todo el colegio de cardenales sin distinción de ninguna clase entre ellos. Además se estableció que el Vicario de Cristo necesitaría de las dos terceras partes de los votos de los cardenales para que su elección fuera válida.

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