La reforma del sistema inmigratorio encarna un desafío y también una oportunidad decisiva para George W. Bush. La incógnita es si podrá convertir este dolor de cabeza que se prolonga desde hace décadas en Estados Unidos en acaso el mayor logro de su segundo mandato. Si no, lo habrá elevado sólo a la categoría de cachetazo mayúsculo a lo poco que le queda de poder. Bush promueve una reforma migratoria mundial desde hace años. Considera "injusto" que millones de inmigrantes trabajen durante años por salarios de miseria, para mejorar la competitividad y las ganancias de sus empleadores. Pero también sabe que un amplio sector de los estadounidenses se opone a lo que podría ser visto como una amnistía.
Quienes están a favor de una reforma amplia dicen que es hora de remediar la situación actual. Más de 12 millones de inmigrantes viven sin documentos. Otros 500.000 se suman cada año, y trabajan en los puestos que el resto rechaza, por salarios que los norteamericanos consideran denigrantes. Quienes promueven una reforma restrictiva y controles fronterizos más duros replican que legalizar a los indocumentados sería injusto. Equivaldría a premiarlos. Al fin y al cabo, explican, entraron a Estados Unidos sin permiso, mientras otros muchos millones esperan desde hace años y en sus países que les entreguen su tarjeta de residencia legal. Pasar el verano Entre ambos campos dialécticos viven los indocumentados, que llegan como pueden a la superpotencia económica del planeta. Vienen con lo puesto, porque donde nacieron viven privados hasta de la esperanza. Por eso, a su vez, la reforma quizá nazca muerta, ya que les impondría retornar a sus países y esperar allí sus papeles.
¿Volver a qué? ¿Por cuánto tiempo? Muchos de ellos llevan más de una década aquí. Aun así, para una Casa Blanca cada día más agobiada por la ocupación de Irak, la reforma migratoria equivale a una oportunidad dorada. Bush bien podría dar las hurras si sella una medida de alto impacto político con un Congreso bajo el control demócrata. Para lograrlo, deberá superar varias barreras, incluido el arco iris de posiciones defendidas por los legisladores, sin que los parámetros demócratas y republicanos sirvan de algo en este campo. En inmigración, cada legislador tiene su propio librito de propuestas.
La segunda aclaración es que nadie tiene en claro cuál sería el impacto electoral de una reforma migratoria. ¿A qué partido le reportaría más votos? ¿A qué precandidatos? ¿A los más abiertos o a los más cerrados? Y, por otro lado, ¿cómo reaccionará el electorado de origen hispano? ¿Y el negro, que muchas veces compite con los inmigrantes por esos puestos de trabajo primarios y de baja paga? A estos primeros alertas se suma una agravante: el temporal. Ya comenzó la campaña electoral por la presidencia, que por tradición debería comenzar en enero o febrero de 2008. Sólo quedan unos pocos meses antes que el proselitismo político, combinado con Irak, lo acapare todo en Washington. Según la propia administración de Bush, después del verano (boreal) será el momento de evaluar los resultados del despliegue de otros 30.000 soldados en Bagdad. En otras palabras: si la reforma migratoria no se aprobó para entonces, la ventana de oportunidad se habrá cerrado.
Fuente: Diario La Nación de Buenos Aires

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