Las estadísticas nos ayudan a medir elagravamiento cotidiano de la violencia criminal, que suma ya mil homicidios en los 135 días que van del año: 50 cada semana, siete muertes cada 24 horas, una cada tres horas y media. Esas son las cifras. Falta explicar el fondo: de qué manera se está garantizando que el uso legítimo de la fuerza se haga con respeto a los derechos humanos y se rindan cuentas a la ciudadanía respecto a lo que sigue en este combate. El año pasado, la cifra mil se completó el 1 de julio, y en 2005 el 12 de septiembre. Cada año se requieren dos meses menos para alcanzar el millar. Así es la escalada. A ese ritmo, en dos años estaríamos en mil ejecuciones al mes, una hipótesis que resulta espeluznante. Todas las víctimas tienen nombre y apellido, familias e historia: son delincuentes, policías, soldados, funcionarios, periodistas y paisanos.
El presidente Felipe Calderón Hinojosa, al poner en marcha estos operativos, sin precedentes en México en tiempos de paz, advirtió que iba a ser una guerra larga y dolorosa. Lo ha sido. El uso de la fuerza para recuperar el control territorial del país, dentro del marco del respeto y protección de los derechos humanos, es una potestad del Estado, a pesar de que legítimamente preocupe a algunos. El representante en México del alto comisionado de la ONU para los derechos humanos, Amérigo Incalcaterra, declaró que no es aconsejable el uso del Ejército en tareas de seguridad interna.
No es el único que sostiene la postura. Sin embargo, la policía está rebasada. Se cometen crímenes en todas las entidades federativas, de frontera a frontera y de costa a costa. Las víctimas más recientes han sido precisamente policías, marinos, agentes del Ministerio Público y un comisionado federal en el aeropuerto del DF, en venganza por un decomiso de droga. Es probable que el Ejército resienta un desgaste prolongado en esta guerra para la que no necesariamente está adiestrado, pero resulta la única fuerza equiparable al poder de fuego de los narcotraficantes. Trenzados en una lucha propagandística, las autoridades se quejan de que los delincuentes pretenden asustar a la población con sus recados, al tiempo que éstas destinan anuncios en medios electrónicos para promocionar la lógica de sus operativos. La sociedad mexicana está a dos fuegos: víctima y espectadora de los sucesos. A los narcotraficantes no se les puede exigir que detengan sus aberrantes comunicados, pero a las autoridades sí hay que recordarles que la población tiene la suficiente madurez para ser enterada por su parte de los objetivos de la campaña, de las etapas que tiene que cumplir y de lo que puede esperarse. No se trata de revelar tácticas y estrategias, pero sí de dar idea global de las metas a corto, mediano y largo plazo, y de entender las señales del curso de los acontecimientos, para juzgar si las autoridades están ganando o perdiendo, y si se debe continuar por ese camino o hacer correcciones de fondo.
Una sociedad inteligente, bien orientada, puede ser un apoyo moral importante para quienes se encuentran en la primera línea de batalla.

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