A la salida de Golmud, una ciudad de unos 200.000 habitantes rodeada de lagos salados en la antesala de la meseta tibetana, un pórtico sobre la vía férrea anuncia en grandes caracteres chinos: "Comienzo del ferrocarril Qinghai-Tíbet". Las montañas, ocres y estériles, se recortan en el horizonte bajo el cielo teñido de polvo. Es la una de la tarde, y la temperatura ronda 20 grados en esta llanura situada a 2.800 metros en la región autónoma de Qinghai, en el extremo occidental de China.
El coche se desliza sobre la calzada bien asfaltada mientras deja atrás uno tras otro cuarteles a cuyas puertas se pueden ver antiguos eslóganes comunistas, como "Sirve al pueblo", con la caligrafía de Mao Zedong, o la foto del actual presidente, Hu Jintao, ante la plaza Tiananmen. A la derecha, dormita un poblado tibetano de nueva construcción, trazado con tiralíneas. La vía del ferrocarril, que corre paralela a la carretera, está desierta. Entró en servicio el 1 de julio, conectando por primera vez la capital de Tíbet (Lhasa) con cinco de las principales ciudades chinas -entre ellas, Pekín- a través de Golmud. Pero, de momento, sólo circulan cinco trenes de pasajeros al día en cada sentido, más uno de mercancías.
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