La Junta Militar birmana está haciendo lo que mejor sabe hacer para sofocar las protestas populares: asesina a manifestantes, se ignora a cuántos, detiene masivamente, acordona barrios enteros, intimida a sus compatriotas con una exhibición de fuerza desmesurada, intenta aislar a Birmania por teléfono e Internet. Los monjes apenas aparecieron ayer en las calles. Pero los religiosos budistas, que han tenido el enorme coraje cívico de ponerse al frente de una revuelta inicialmente desatada por los precios de los combustibles, no son líderes políticos y no cabe exigirles heroísmos mayores.
La represión sangrienta desatada por una de las dictaduras más viejas del planeta, casi medio siglo, y sus oídos sordos a la cordura y los llamamientos internacionales no son nuevos. En buena medida, esta actitud de impunidad, que evoca los trágicos acontecimientos de 1988 en Birmania, con más de 3.000 muertos, está alentada por la impotencia de la ONU, que se tiene que conformar con un visado para uno de sus representantes y donde los principales aliados de los generales birmanos, China y Rusia, anuncian que se opondrán "por prematura" a cualquier sanción. También por la inacción, más allá del habitual coro de protestas diplomáticas, de los poderes internacionales que hace 20 años ya dejaron sola a Birmania frente a los mismos verdugos.
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