Desde su largo exilio en la vecina Dubai y su formación occidental, Benazir Bhutto calibró mal las implicaciones de su regreso después de ocho años a Pakistán, un país degradado y sin duda el más incierto, peligroso e inestable de todos aquellos que cuentan con el arma nuclear. El asesinato de la líder opositora y ex primera ministra cuando abandonaba un mitin político de su partido en Rawalpindi, a 13 días de las previstas elecciones, dificulta hasta la exasperación cualquier horizonte próximo de estabilidad o democracia en el país musulmán. De ahí la alarma generalizada suscitada por el magnicidio, especialmente en la vecina y archirrival India y en Estados Unidos. La diplomacia de Bush, soporte estratégico y económico del presidente Pervez Musharraf, cocinó el acuerdo por el que Bhutto retornó perdonada a su país para tomar parte como favorita en unas elecciones que nunca verá.
El atentado suicida de Rawalpindi, pese a la confusión inicial sobre algunas de sus circunstancias, puede haber sido obra de cualquiera en el oscuro y desquiciado Pakistán, pero tiene la impronta una vez más del fanatismo islamista, tan especialmente activo como descontrolado en la nación "de los puros". Benazir Bhutto tenía muchos enemigos, pero a ninguno de ellos en su sano juicio, comenzando por Musharraf, le interesa la brusca desestabilización de un país geopolíticamente crucial, extenso y superpoblado, el único musulmán en posesión de la bomba atómica. La naturaleza del asesinato y sus consecuencias encajan en cualquier caso a la perfección con los designios globales de Al Qaeda y sus yihadismos locales. A su regreso a Pakistán, en octubre, Bhutto, convertida desde ayer en colofón del destino trágico de su familia, había salido indemne de un atentado similar que segó casi centenar y medio de vidas.
Las implicaciones del asesinato, que de momento ya ha puesto en alerta absoluta a las tropas y fuerzas de seguridad y sembrado el caos callejero en diferentes lugares de Pakistán, van mucho más allá de la desaparición de la indiscutible líder del más importante partido laico (PPP), comprometido con los estándares políticos democráticos. Supone una de las más graves crisis en los 60 años de historia de Pakistán, un Estado rehén de sus todopoderosos generales y sometido a formidables fuerzas desestabilizadoras de carácter fundamentalista. Si las elecciones del próximo 8 de enero, destinadas a poner fin a la dictadura de Musharraf -que este mismo mes ha renunciado por fin a la jefatura del Ejército después de hacerse reelegir presidente por el Parlamento en noviembre-, tenían escaso sentido legitimador en un país que acaba de salir de la ley marcial, su celebración ahora presenta todavía mayores dificultades.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario