A partir del conflicto entre el gobierno nacional y los productores rurales, la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP) ha comenzado a imponer a estos últimos cargas de información crecientes que, comparadas con las que se requiere a otros sectores de la economía, lucen como un castigo procesal, o aquel que deriva de lo oneroso del procedimiento y no de la condena.
En no pocos distritos rurales, existe la percepción de que las inspecciones a los dirigentes del movimiento rural y a los productores en general son más habituales que el promedio y más hostiles que lo habitual. Las normas se utilizan para crear zozobra y temor a un grupo de personas. La práctica es condenable sin más análisis. Y más aún, es contraria a los intereses del mismo fisco.
Durante la gestión del doctor Alberto Abad, la AFIP había logrado instalar en buena parte de la sociedad la idea de que el pago de los tributos era el cumplimiento natural de la ley al cual todos estamos obligados, y que la misión primera del organismo era la colaboración con el contribuyente para que pudiera respetar sus obligaciones de las que surgía un beneficio para todos.
En menos de dos meses, la AFIP se volvió a convertir en el tanquecito, pero esta vez con los cañones orientados a incomodar, entorpecer, asustar y dañar a un grupo de contribuyentes de manera diferenciada. Se ha hecho difícil distinguir entre la obligación fiscal y la agresión fiscal. Esta percepción, paulatinamente, se extiende a la sociedad toda, más allá del productor rural.
La instrumentación política de la AFIP encuentra semejanzas con la que se está haciendo desde otros organismos. No parece propia de un Estado que tiene en mira los valores del preámbulo de la Constitución y que funciona de acuerdo con el principio de la división de poderes, sino de fuerzas de choque a disposición del Poder Ejecutivo de la Nación.
Siga leyendo el editorial del diario La Nación de Buenos Aires
En no pocos distritos rurales, existe la percepción de que las inspecciones a los dirigentes del movimiento rural y a los productores en general son más habituales que el promedio y más hostiles que lo habitual. Las normas se utilizan para crear zozobra y temor a un grupo de personas. La práctica es condenable sin más análisis. Y más aún, es contraria a los intereses del mismo fisco.
Durante la gestión del doctor Alberto Abad, la AFIP había logrado instalar en buena parte de la sociedad la idea de que el pago de los tributos era el cumplimiento natural de la ley al cual todos estamos obligados, y que la misión primera del organismo era la colaboración con el contribuyente para que pudiera respetar sus obligaciones de las que surgía un beneficio para todos.
En menos de dos meses, la AFIP se volvió a convertir en el tanquecito, pero esta vez con los cañones orientados a incomodar, entorpecer, asustar y dañar a un grupo de contribuyentes de manera diferenciada. Se ha hecho difícil distinguir entre la obligación fiscal y la agresión fiscal. Esta percepción, paulatinamente, se extiende a la sociedad toda, más allá del productor rural.
La instrumentación política de la AFIP encuentra semejanzas con la que se está haciendo desde otros organismos. No parece propia de un Estado que tiene en mira los valores del preámbulo de la Constitución y que funciona de acuerdo con el principio de la división de poderes, sino de fuerzas de choque a disposición del Poder Ejecutivo de la Nación.
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