sábado, julio 19, 2008

ARGENTINA: No es el fin, sino el comienzo

He visto desde el corazón de este diario, en más de medio siglo, muchas desmesuras inexplicables en la vida pública de un país que está organizado constitucionalmente, pero pocas más extravagantes que la que he estado viendo ahora. He visto, después de la Revolución Libertadora de 1955, a lo largo de casi cuatro años, una sucesión de más de treinta irrefragables, intermitentes planteamientos militares que terminaron por abatir el gobierno constitucional de Arturo Frondizi. Todavía no sé por qué y para qué lo derribaron; tal vez tampoco los actores lo hayan sabido nunca.

He visto cómo caía el gobierno de Arturo Illia, dechado de inspiración democrática, por la fuerza convergente de militares, empresarios ?algunos, de la industria farmacéutica extranjera y del negocio petrolero?, de sindicalistas e intelectuales. He visto a parte de estos últimos reconvertidos más tarde, en asombroso giro, en el mal llamado progresismo, que se había hecho un lugar destacado en la sociedad de nuestros días (las derivaciones de la crisis con el campo han dejado, por lo menos, la suerte de ese espacio en suspenso). Con el derrocamiento de Illia quedó, en el balance central de los sesenta, el haber empedrado el camino a la violencia impiadosa de los años que siguieron.

La exacerbación de posiciones a raíz de la Guerra Fría contribuyó, por su parte, a petrificar aquella tarea.

He visto el delirio de bandas armadas de izquierda y de derecha, que en la década de los setenta mataban, robaban, depredaban con el impulso ciego y soberbio del fanatismo. Abrevaban en una diversidad ideológica que se hubiera dicho en crisis terminal al consumirse el comunismo soviético en su propia vacuidad, en 1989/90. No ha sido así por estos lados. América latina es el continente con el mayor número de gentes desentendidas de lo sucedido con aquella macabra experiencia del siglo XX.

He visto la saña con la cual al terror de las organizaciones civiles armadas se contestó desde el Estado con un terror no menos sangriento. He visto eso y más. Y, en todos los casos configurados por la irracionalidad, la furia o la intemperancia bruta, he percibido una ley invariable: los mayores desatinos en la vida pública del país han estado embalsamados en la pérdida de la conciencia humana sobre la pobre fragilidad de la condición última de todos los seres sin excepción.

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