Desde el comienzo de la gestión kirchnerista se han proclamado las presuntas bondades de un modelo económico que se definía como inédito: el llamado modelo K. Hoy está claro que el desafío a la ciencia económica universal que ese modelo significó es un fracaso.
La pobreza creció entre nosotros; los flujos de inversión se alejaron; el sector más dinámico de nuestra economía, el agropecuario, ha quedado lastimado por obra del capricho y de los resentimientos; las oportunidades que nos brindaron las circunstancias de un mundo con un auténtico vendaval que soplaba a nuestro favor fueron desaprovechadas; el gasto público se ha desbocado y, peor aún, la confianza ha desaparecido de nuestros mercados.
Pero hay también un segundo modelo K, mucho más peligroso aún, que no se predicó, sino que se construyó desde el silencio. Es más audaz que el primero, de declamado contenido económico. Se trata del modelo de naturaleza política que se nos procura imponer.
Hasta no hace mucho se nos quiso imponer desde la acción solapada o el disimulo. A partir de la rebelión del campo, desde el descaro, el abuso de poder y la provocación. Por esto la necesidad de infundir el miedo para poder deformar la democracia. Para alterarla en su esencia, para usar palabras de la propia Carta Democrática Interamericana. O para subvertirla socavando las libertades ciudadanas esenciales, hasta el punto de que hoy se pretende igualar el disenso con la conspiración para así suprimirlo.
Se proclama que apartarse del discurso único es destituyente. Pocas concepciones existen con perfiles más totalitarios que ésta. Hay ciertamente raíces ideológicas que la alimentan, por todos conocidas.
Este segundo modelo, el político, es precisamente el que la gente rechazó en las urnas el 28 de junio pasado con un portazo que el oficialismo ha decidido ignorar. Porque la gente intuyó que supone no sólo una manera de gobernar concentrando el poder, sino un proyecto a largo plazo.
Los principales mecanismos constitucionales que garantizan el control de los actos de gobierno y la defensa de los derechos y libertades cívicas han sido deformados mañosamente, cuando no ignorados. Lo sucedido con las presiones a los jueces independientes así lo comprueba. El modo de actuar de los dependientes, también.
Este modelo político se edifica sobre la indiferencia grosera hacia lo que dispone la ley, que simplemente se deja de lado si limita la acción que se pretende. Y ha pervertido los principios básicos de las conductas éticas como pocas veces hasta ahora.
Siga leyendo el editorial del diario La Nación de Buenos Aires, Argentina
La pobreza creció entre nosotros; los flujos de inversión se alejaron; el sector más dinámico de nuestra economía, el agropecuario, ha quedado lastimado por obra del capricho y de los resentimientos; las oportunidades que nos brindaron las circunstancias de un mundo con un auténtico vendaval que soplaba a nuestro favor fueron desaprovechadas; el gasto público se ha desbocado y, peor aún, la confianza ha desaparecido de nuestros mercados.
Pero hay también un segundo modelo K, mucho más peligroso aún, que no se predicó, sino que se construyó desde el silencio. Es más audaz que el primero, de declamado contenido económico. Se trata del modelo de naturaleza política que se nos procura imponer.
Hasta no hace mucho se nos quiso imponer desde la acción solapada o el disimulo. A partir de la rebelión del campo, desde el descaro, el abuso de poder y la provocación. Por esto la necesidad de infundir el miedo para poder deformar la democracia. Para alterarla en su esencia, para usar palabras de la propia Carta Democrática Interamericana. O para subvertirla socavando las libertades ciudadanas esenciales, hasta el punto de que hoy se pretende igualar el disenso con la conspiración para así suprimirlo.
Se proclama que apartarse del discurso único es destituyente. Pocas concepciones existen con perfiles más totalitarios que ésta. Hay ciertamente raíces ideológicas que la alimentan, por todos conocidas.
Este segundo modelo, el político, es precisamente el que la gente rechazó en las urnas el 28 de junio pasado con un portazo que el oficialismo ha decidido ignorar. Porque la gente intuyó que supone no sólo una manera de gobernar concentrando el poder, sino un proyecto a largo plazo.
Los principales mecanismos constitucionales que garantizan el control de los actos de gobierno y la defensa de los derechos y libertades cívicas han sido deformados mañosamente, cuando no ignorados. Lo sucedido con las presiones a los jueces independientes así lo comprueba. El modo de actuar de los dependientes, también.
Este modelo político se edifica sobre la indiferencia grosera hacia lo que dispone la ley, que simplemente se deja de lado si limita la acción que se pretende. Y ha pervertido los principios básicos de las conductas éticas como pocas veces hasta ahora.
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