En abril del año pasado, la Corte Suprema de Justicia del Perú sentenció al ex presidente Alberto Fujimori a 25 años de cárcel por instigar la comisión de dos masacres y dos secuestros. El ex mandatario recurrió el fallo y hace poco el alto tribunal ratificó la sentencia. Si a esta pena se suman otras acumuladas en el 2009 por espionaje telefónico, allanamiento de morada y peculado, es posible que el ex mandatario, de 71 años, nunca vuelva a pisar la calle como hombre libre.
La buena noticia es que es el primer ex presidente latinoamericano elegido democráticamente a quien la Justicia condena por violación de derechos humanos. Pero esta es también la noticia mala: en un continente donde el atropello oficial a los derechos humanos ha sido costumbre secular, parece increíble que en todos los casos anteriores los mandatarios responsables de los abusos hubieran escapado a una sentencia. Sirva para disuadir a quienes creían que estos crímenes quedaban siempre amparados por la impunidad.
Es así como Fujimori, uno de los más populares presidentes peruanos, ha quedado reducido a la condición de delincuente, que él mismo se buscó. En 1990, tras derrotar al escritor Mario Vargas Llosa, este hijo de inmigrantes japoneses inició un gobierno que debutó constelado de éxitos. Arrinconó a la guerrilla de Sendero Luminoso, estabilizó la economía y aprobó una nueva Constitución. El buen hacer de su primer mandato lo indujo a lanzarse a un segundo, que resultó mucho menos positivo que el primero. Y cuando la prudencia aconsejaba que se retirara al terminar los ocho años, optó por nuevos manoseos constitucionales y sobornó a algunos grupos políticos que apoyaron su segunda reelección.
Consiguió de este modo alargar su gobierno, pero no por mucho tiempo. En el 2000 renunció a la Presidencia mediante fax enviado desde Japón, su segunda patria, donde acabó un periplo que había empezado como viaje oficial a una reunión internacional. Para entonces, aquel gobierno que desafiaba antes los índices históricos de popularidad era ya una tragicomedia salpicada de asesinatos, corrupción, episodios grotescos de alcoba y hasta un siniestro asesor, Vladimiro Montesinos, que delinquía a nombre del Presidente.
La aventura de Fujimori registra nuevos capítulos como detenido en Chile y extraditado al Perú y ahora se cierra con la confirmación de que purgará sus delitos. La moraleja, doble, reitera el peligro que entraña codiciar el poder y ratifica que nadie prevalece sobre la ley. Al menos, no siempre.
Fuente: editorial@eltiempo.com.co
La buena noticia es que es el primer ex presidente latinoamericano elegido democráticamente a quien la Justicia condena por violación de derechos humanos. Pero esta es también la noticia mala: en un continente donde el atropello oficial a los derechos humanos ha sido costumbre secular, parece increíble que en todos los casos anteriores los mandatarios responsables de los abusos hubieran escapado a una sentencia. Sirva para disuadir a quienes creían que estos crímenes quedaban siempre amparados por la impunidad.
Es así como Fujimori, uno de los más populares presidentes peruanos, ha quedado reducido a la condición de delincuente, que él mismo se buscó. En 1990, tras derrotar al escritor Mario Vargas Llosa, este hijo de inmigrantes japoneses inició un gobierno que debutó constelado de éxitos. Arrinconó a la guerrilla de Sendero Luminoso, estabilizó la economía y aprobó una nueva Constitución. El buen hacer de su primer mandato lo indujo a lanzarse a un segundo, que resultó mucho menos positivo que el primero. Y cuando la prudencia aconsejaba que se retirara al terminar los ocho años, optó por nuevos manoseos constitucionales y sobornó a algunos grupos políticos que apoyaron su segunda reelección.
Consiguió de este modo alargar su gobierno, pero no por mucho tiempo. En el 2000 renunció a la Presidencia mediante fax enviado desde Japón, su segunda patria, donde acabó un periplo que había empezado como viaje oficial a una reunión internacional. Para entonces, aquel gobierno que desafiaba antes los índices históricos de popularidad era ya una tragicomedia salpicada de asesinatos, corrupción, episodios grotescos de alcoba y hasta un siniestro asesor, Vladimiro Montesinos, que delinquía a nombre del Presidente.
La aventura de Fujimori registra nuevos capítulos como detenido en Chile y extraditado al Perú y ahora se cierra con la confirmación de que purgará sus delitos. La moraleja, doble, reitera el peligro que entraña codiciar el poder y ratifica que nadie prevalece sobre la ley. Al menos, no siempre.
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