Fuertes críticas por las demoras en la ayuda y por la falta de información. Hace varios días que Masuo Fujimoto prefiere evitar las imágenes de las autoridades que inundan los canales japoneses. Ya no se fía de los llamados a la calma ni de las noticias auspiciosas sobre la crisis nuclear. "Al principio, me parecía importante escuchar el mensaje del gobierno. Ya no más. Creo que son unos inútiles", lanza, en un rústico inglés.
"Fue espantosa", agrega Seiji Akizaki, un empleado bancario, al ser consultado sobre su evaluación de la tarea de primer ministro, Naoto Kan, ante la catástrofe. "Dieron información poco creíble. No supieron cómo manejarse, ni cómo conducir al país", dice a La Nacion. A más de una semana del fatídico 11 de marzo, Japón se parece hoy más a un barco a la deriva que a aquella potencia famosa por su orden y eficacia. Un raro escenario para el país que hasta el año pasado ocupaba el segundo peldaño económico global, pero que se vio golpeado en la última década por una profunda crisis política y económica.
La falta de credibilidad de la población en las autoridades, palpable en cualquier rincón de esta ciudad, ha afectado los esfuerzos del impopular gobierno de Kan (del Partido Demócrata de Japón) por encauzar las tareas de ayuda y de prevención. Sobre todo, por la confusa información de la fuga radiactiva en la central Fukushima I, que ha generado pánico y un éxodo de japoneses y extranjeros que viven en el país.
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