Usain Bolt es el más grande, pero la noche fue de David Rudisha.
Después del magnífico récord en los 800 metros del fenomenal atleta
masai, los 19,32s (cuarta mejor marca de la historia, pero a 13
centésimas de su récord del mundo) con que el jamaicano ganó los 200
metros supieron a poco en la feliz noche londinense. Y sin embargo ese poco
fue mucho, fue extraordinario. Por primera vez en la historia olímpica
un atleta lograba ganar por segunda vez los 200 metros. Lo que ni Carl
Lewis ni ninguno otro consiguieron antes lo hizo Usain Bolt. Es su
cuarta medalla de oro individual en pruebas de sprint. Ya supera por una al hijo del viento. Ya puede decir sin empacho, y ante el aplauso general, la admiración, I’m the greatest,
soy el más grande. Y no lo fue más aún en la última carrera, ya negro
el cielo de Londres tras una tarde veraniega por fin, porque su
compañero, sparring, amigo, acicate, Yohan Blake, no le empujó
lo suficiente. Terminó segundo, como en los 100 metros, Blake, en
19,44s; y tercero, cerrando un trío enteramente jamaicano (por primera
vez, un país que no es Estados Unidos, barre un podio de 200 metros), el
joven Warren Weir (19,84s, una mejora de más de cinco décimas en un año
para un atleta de 22 años), que también se entrena a las órdenes de
Glen Mills, el entrenador único, por los resultados, y junto a B&B, en Kingston.
La carrera fue nítida, la misma limpieza que se vivió 55 minutos
antes en la de 800 metros, la limpieza que solo los grandes campeones
son capaces de generar en medio del caos de una carrera de atletismo. La
limpieza que muchos preveían. Salida normal de Bolt, 180 milésimas de
tiempo de reacción, punta de velocidad máxima en su magnífica curva, en
la que pudo desplegar casi toda su zancada gracias a correr por la calle
siete. En la salida de la curva, su ventaja sobre Blake, siempre su
sombra, siempre tras su aliento, era de una zancada y un poco más. Era
entonces cuando se esperaba a Blake, al hambriento Blake, que, dicen los
susurros de los periodistas jamaicanos, no se conforma con ser el
amigo, el hermano pequeño, el aprendiz de Bolt. O eso sí. Pero más. Como
todo buen hermano pequeño que se precie, solo pensaba en dar una buena
lección al mayor. Y allí tenía la oportunidad.
Decía antes de la final el gran Ato Boldon, el sprinter
devenido profeta que sabe todo lo que va a ocurrir minutos después, que
solo un mal Bolt, un día raramente malo del gigante jamaicano, podría
permitir a Blake ganar. Y a ello podría añadirse que solo el mejor Blake
(el Blake de Bruselas del año pasado, cuando corrió los 200 metros
extraordinarios en 19,26s) podría empujar a Bolt al récord. B&B,
la pareja que, como dice Tyson Gay, un gran especialista en 200 cuando
las lesiones se lo permitían, ha pisado en territorios que otros aún no
han podido explorar. Y ahí estaban los dos, uno tras otro en la última
recta de una final olímpica, entre aullidos estruendosos, en una pista
velocísima.
La resistencia se mide en frecuencia. Esa es la fuerza de Blake, que
tiene menos amplitud de paso que el altísimo Bolt (mide 1,80 el joven
Blake; casi dos metros Usain), 2,40 metros frente a 2,70 metros de media
en un 200, pero es capaz, gracias a su especialísima resistencia en
velocidad, de compensarlo con una mayor frecuencia de paso. Así, con
menor zancada es capaz de alcanzar la misma velocidad. Y eso, en un 200
es un milagro, ser capaz de una velocidad de pasos elevadísima cuando la
fatiga inevitable se traduce en un alargar la zancada para compensar.
Pero Blake, a diferencia, de Bolt, es capaz de hacerlo, capaz de correr
los 200 metros haciendo mejor tiempo en los segundos 100 metros que en
los primeros. Sin desacelerar, si no al contrario. La velocidad punta,
Bolt, el único humano capaz de rozar sin perder el aliento los 45
kilómetros por hora; la resistencia, Blake. Se suponía, según las leyes
de los biomecánicos y la experiencia adquirida, que Blake empezaría a
acosar a Bolt a la salida de la curva, que convertiría sus últimos 50
metros en un infierno.
Y una vez más, Bolt cambió las leyes, las convirtió en propias, jugó
con el tiempo y con el espacio, con todo lo conocido. Blake, en esfuerzo
supremo, logró acortar la distancia que le separaba del hermano mayor,
pero justamente, cuando su última aceleración debería haberle permitido
ponerse a su altura, intimidarle, fue Bolt, increíble, el que abrió
hueco, el que en los últimos 10 metros, lo menos nítido de la noche,
miró a su derecha relajando, quizás, su zancada. Vio la impotencia en la
cara de Blake, en su zancada, que ya empezaba a agarrotarse por la
subida del ácido láctico brutal, y sonrió. Se llevó entonces un dedo a
los labios, como los futbolistas chulos que después de marcar un gol
quieren hacer callar a un estadio hostil, y así, insólitamente, cruzó la
meta. Esa fue la foto con la que entrará, definitivamente, en la
leyenda que tanto ansiaba.
Fuente: DIARIO EL PAÍS DE ESPAÑA
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