domingo, abril 16, 2006

The Economist: el secreto de un éxito

A fines de la década de 1970, un joven egresado de periodismo de Magdalen College, Oxford, fue a The Economist en busca de trabajo. No causó gran impresión, escribió un par de artículos a modo de prueba que tampoco interesaron y, en vez de ingresar, se dedicó a obtener un doctorado. Un año más tarde, le llegó una carta de una línea: "Estimado Sr. Emmott, ¿ha encontrado empleo?" Para 1993, Bill Emmott era el editor de The Economist. Desde entonces la circulación de la publicación aumentó al doble. Emmott, que dejó el cargo a principios de marzo para dedicarse a escribir libros, entregó la dirección de lo que se podría sostener que es la revista de noticias -o periódico, como se autotitula- más exitosa del mundo. Nacido en 1843, a mediados de la década de 1930 The Economist seguía siendo una revista endeble, centrada en Londres, que vendía menos de 10.000 copias. Para mediados de la década de 1950 la cifra era de 50.000, para 1970, 100.000. Y entonces se produjo una explosión: 250.000 para 1984, el doble para 1992, hoy 1,1 millón con 52 por ciento distribuido en Estados Unidos y Canadá y solo 14 por ciento en Gran Bretaña. ¿Cómo fue que The Economist levantó vuelo? No sólo gracias a sus periodistas: un secreto fue la disposición de sus conductores a volcar dinero en la promoción en los malos y los buenos tiempos por igual. En Gran Bretaña las ventas se promovieron por medio de avisos en la vía pública de fondo rojo y tipografía blanca, con sofisticados juegos de palabras, que apuntaban tanto a congraciarse con lectores de altos recursos como a dar confianza a los vendedores de diarios y revistas. Pero ningún producto malo puede sostener la venta semanal por mucho tiempo. Los periodistas de The Economist son su mayor activo. A menudo se da una imagen equivocada de ellos. El reclutamiento de Emmott -y otros recomendados por el mismo profesor de Magdalen College- podría sugerir que son un montón de derechistas nenes de papá, recién salidos de la universidad. Lo mismo podría deducirse de su nombramiento como editor a la alta edad de 36 años o el de su antecesor entre 1974 y 1986 y ex alumno del Balliol College (el más antiguo y tradicional de Oxford), Andrew Knight, nombrado editor a los 34 años. Dudo que cualquiera de estos individuos haya sido jamás un nene de papá. Pero a la edad en que fueron nombrados editores, ciertamente, ambos tenían una experiencia mucho más amplia que la mayoría de sus críticos. Tampoco eran novatos Simon Jenkins o Andrew Marr, por ejemplo, cuando ingresaron a The Economist. Y recientemente hubo tres periodistas de más de setenta años de edad trabajando allí. The Economist tampoco es algo afín a una sala solemne de profesores universitarios. Los profesores universitarios pueden ser solemnes, pero los periodistas de The Economist no lo son. Cuando se reúnen en la oficina de Emmott el lunes por la mañana, lo que más se escucha es su risa. The Economist es un lugar divertido para trabajar. El anonimato de sus periodistas -todos los artículos salvo sus informes especiales (surveys) de 14 páginas van sin firma- sugiere a quienes lo miran de afuera un grupo coherente que coincide en todo. Falso. El editor de los sesenta apoyaba la guerra en Vietnam; su hombre en París era un trotskista. Los puntos de vista respecto de Medio Oriente, por caso, son igualmente divergentes hoy. Muchos de sus periodistas están a la izquierda del periódico, como lo estaba yo. Pero en 36 años no recuerdo una ocasión en la que las divisiones políticas llevaran a enfrentamientos personales. Tampoco hay muchas puñaladas por la espalda. El anonimato ayuda mucho en ese sentido. Los que escriben en The Economist lamentan no poder firmar. Pero es más difícil que se resienta el ego o sentir furia porque el editor de una sección masacra prosa cuidadosamente cincelada, cuando se sabe que el artículo es de The Economist y no de uno. Son pocos los lectores que sabrán de quién es el ego o la prosa que le da sustento. El resultado es un periódico más coherente, porque la diversidad rara vez llega a imprimirse. A otros editores anteriores les gustaba decir que The Economist es un "colegiado de opiniones". Es más colegiado que el colegio cardenalicio. Pero en St James Street, Londres, al igual que en el Vaticano, se sabe bien quién manda en última instancia. Eso no significa que se pisotea a los que están en desacuerdo. Bajo Rupert Pennant-Rea, editor de 1986 a 1993, una vez escribí un editorial en respaldo de los gobiernos municipales contra el centralismo thatcheriano. Decidió no publicarlo. Era su prerrogativa; pero me devolvió mi artículo al que había agregado notas explicativas. La cortesía también podía ser personal. En 1979, junto con otros tuve un fuerte desacuerdo con Andrew Knight. En lo esencial teníamos razón. Pero ahora me parece que la manera en que yo, editor de la sección economía, conduje la disputa, sobrepasaba las fronteras de la deslealtad. El resultado fue lo esperado: con la debida compensación, renuncié. No tan esperado fue lo que sucedió después. Dos años más tarde, cuando perdí mi trabajo en otra empresa, Knight inmediatamente me encargó un estudio de las religiones, pagándome bastante más que la tarifa de aquel momento. Eso habla bien de él, pero también de The Economist. Y si bien su editor es el jefe, nadie piensa que conoce el trabajo de sus especialistas capaces mejor que ellos. Y son especialistas efectivamente, pero con amplias capacidades. Son comunes las transferencias de la sección de economía a la de política o exteriores, mucho más que en la mayoría de las publicaciones. Igualmente común es la experiencia en el extranjero. A esta altura, un tercio de los 75 periodistas que conforman su staff están en puestos en el extranjero. Incluso los integrantes de su planta de Londres hablan al menos 10 idiomas, incluyendo griego y ruso, más estonio y, antes, polaco, si se agrega a los investigadores. En cambio, hay falta de diversidad racial. The Economist es firmemente antirracista pero ni en principio ni en la práctica promueve la discriminación positiva. Un asiático étnico o dos y hasta ahora eso es todo. El otro factor de éxito de The Economist son los tiempos cambiantes. Estaba bien ubicado y ansioso por cambiar con ellos. Norman Macrae, un antiguo editor de economía, entre la década de 1960 y la de 1980, y padre espiritual del actual Economist, era thatcherista antes que ella. Creía que todo podía ser privatizado. Muchos creíamos que estaba loco. Nos equivocábamos. Pennant-Rea también fue un actor clave en ese sentido. Creía apasionadamente en el libre mercado. De allí la tendencia de hoy del periódico a ver al mercado no sólo como una herramienta efectiva sino casi como un código moral. Eso irrita a muchos críticos, pero sin duda está en consonancia con los tiempos. Políticamente, The Economist se considera de centro radical. De derecha radical, resoplan sus adversarios, citando no sólo su fundamentalismo libremercadista sino también su ardiente defensa de Estados Unidos, así como sus antiguos puntos de vista sobre Vietnam o Pinochet y sus actuales sobre Irak. En parte eso es injusto. En 1914 su editor de entonces denunció el ingreso a la Gran Guerra. En la década de 1930 fue antinazi desde un comienzo, cosa que no era gran parte de la derecha. Condenó en 1956 la aventura del primer ministro británico Eden en Suez. Su antirracismo, su apoyo a la libertad de expresión sin restricciones, su respaldo a quienes buscan asilo y a la migración económica, todo esto le nace del corazón, no sólo de su cabeza partidaria del libre mercado. Cree en la meritocracia. Demasiado para quienes prefieren la democracia, pero esto significa desdén por la estructura de clases desgastada de Gran Bretaña Y, bajo Emmott, por la monarquía. Excepto en lo que se refiere a las fuerzas de mercado, el resultado es una mezcla improbable. Ferozmente opuesto a la intervención estatal (y los sindicatos), The Economist sin embargo sostiene puntos de vista humanitarios compartidos por los progresistas a la antigua. Editado en Londres, emocionalmente es más cercano a Washington. Aunque sus perspectivas y ventas son globales, ofrece a los lectores extranjeros cuatro páginas de noticias británicas (y en Gran Bretaña dos más, que es lo único que se aleja de su credo de que un texto sirve para todo el mundo). Las contradicciones se extienden a la vida real. Duro en sus posturas editoriales, como empleador el periódico por lo general es admirablemente paternalista. Una paradoja lo resume: The Economist sabe que "no hay almuerzos gratis"; cada miércoles, el día de más trabajo, sus periodistas disfrutan de uno excelente.

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