Acosado por unas encuestas desastrosas, George Bush intenta congraciarse con los que han dejado de seguirle y de creerle. Su anuncio solemne, sentado en el Despacho Oval de la Casa Blanca, de que pone a disposición de las Patrullas de Fronteras hasta 6.000 efectivos de la Guardia Nacional durante un año para ayudar a vigilar los 3.200 kilómetros de la delimitación con México tampoco parece haber logrado aunar aplausos, ni haber convencido a nadie.
Con estas medidas, Bush intenta lograr objetivos contradictorios: satisfacer a la derecha de su partido, que quiere medidas radicales contra la inmigración ilegal; regularizar, como desean otros y una parte de los demócratas, la situación de los 11 o 12 millones de personas que han entrado en EE UU de forma irregular; y seguir dejando pasar la inmigración que necesitan las empresas, que por algo les contratan. Lo único que parece no importarle es la opinión de México.
Bush ha tenido buen cuidado al insistir en que no se trata de militarizar el control de la inmigración, sino de apoyar las tareas de control con estas fuerzas suplementarias y sus medios tecnológicos, que se pondrían a disposición de los gobernadores de Tejas, Nuevo México, Arizona y California. La Guardia Nacional no se encargará de llevar a cabo las eventuales detenciones. El precedente de las milicias, legales pero siniestras, de los Minutemen en Arizona y otros lugares, que Bush nunca ha apoyado pero cuyos argumentos ha recogido en su discurso, ha tenido un impacto muy reducido en la detención de ilegales. De poco servirán ahora 6.000 soldados de la Guardia Nacional. Para el gobernador de California, Arnold Schwarzenegger, la medida de Bush es la "solución de la tirita".
El presidente intenta reforzar su posición en el centro del debate sobre la inmigración y la identidad nacional proponiendo acelerar la nacionalización de los ilegales que lleven más tiempo, tengan trabajo y hablen inglés, lo que los críticos más radicales consideran una "amnistía" encubierta. Mientras la Cámara de Representantes ha adoptado una ley muy restrictiva, el Senado volvió el lunes a debatir unas normas más abiertas, promovidas por el republicano John McCain y el demócrata Edward Kennedy. Habrá que ver cómo se concilian ambas cámaras y en dónde acaba situándose la Casa Blanca. A Bush le resulta cada vez más difícil contentar a su parroquia al conjugar a la vez dos discursos, el del miedo y el uso de la fuerza, que tanto le caracteriza, y el de la integración de una inmigración necesaria e inevitable.
Editorial del diario español El País
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