Cualquiera que finalmente resulte presidente de México en las próximas horas, deberá emprender de inmediato la tarea de aliviar las lastimaduras causadas por una campaña electoral tan rasposa como la que acaba de concluir, y prepararse para conseguir la buena voluntad y la colaboración de quienes fueron sus rivales. Esto vale, incluso, para este momento de incertidumbre, independientemente de los resultados que pronto habrán de darse a conocer. Y han de hacerlo no sólo por grandeza, sino por necesidad y conveniencia de todos. En estas elecciones el triunfo se logra con menos de 15 millones de votos de poco más de 71 millones de empadronados, en un país de más de 100 millones de habitantes. La victoria la dieron la tercera parte de los votantes, que representan casi la quinta parte de los empadronados.
La representatividad en un sistema político tripartita es muy frágil.
En la práctica, eso se puede traducir en inmovilidad operativa si el Congreso refleja esa fragmentación, lo que es altamente lesivo para un país como el nuestro, urgido de reformas legislativas de fondo. Por su parte, quien pierda la Presidencia de la República está obligado, por la votación recibida, a sumarse a la convocatoria del nuevo gobierno y a contribuir a resolver los gravísimos problemas del crecimiento, la inseguridad salvaje, el crimen organizado, la emigración y el desarrollo económico, político y social. Todos son profesionales de la política acostumbrados a ganar y perder, y sus acciones deberán estar basadas en su compromiso con el país. Sus virtudes deben corresponder a las de nuestras instituciones políticas, que están pasando con fortuna esta gran prueba electoral. Con todo, las elecciones del domingo han sido fuente de enseñanzas variadas. Una de ellas es la de que hay que ganar en muchas entidades. Otra es que los estados con clases empresariales de peso son muy sensibles a los deslices verbales en tiempos de campaña electoral. Una más, y no la menor, es que cuando la gente acude a las urnas, puede proporcionar sorpresas. Y otra es que no necesariamente una larga campaña, que consuma tres o más años, es garantía de triunfo seguro y rápido. Ahora, la cuestión que importa es propiciar, con madurez política y convicción democrática, un diálogo integrador que permita que, aun con perspectivas divergentes, se encuentren las coincidencias fundamentales para acometer los rezagos que impiden el despegue del país. La pugna permanente alimenta una sensación de zozobra que estorba la vida normal de la nación. Los demócratas trabajan por la democracia y por el triunfo de la mayoría, no por la imposición de dogmas personales. Con lo mejor de los tres bandos es viable conformar un plan que nos haga dar el gran salto, como otros países similares al nuestro lo han logrado. Encontremos los puntos de convergencia con buena voluntad y pronto. Quien resulte electo deberá gobernar para sus electores y para los dos tercios que no lo fueron. Las tres partes deben mandar señales, desde ahora, de que estarán dispuestas a contribuir en la maduración de nuestra democracia, en el fortalecimiento de las instituciones que nos transparentan y en la construcción de una nueva cultura política de altura.
Editorial de EL UNIVERSAL 04 de julio de 2006
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