Irán pone aceleradamente a sus críticos occidentales entre la espada y la pared. Lejos de amilanarse por las dos tandas de sanciones impuestas hasta ahora por el Consejo de Seguridad a propósito de sus actividades nucleares, Teherán acelera el programa de enriquecimiento de uranio que le permitirá, quizá en tres años, obtener la bomba atómica. El régimen de los ayatolás no pierde ocasión de reiterar su determinación de llegar hasta el final en su programa nuclear, al que sigue calificando de civil contra toda evidencia. El último informe de los inspectores de la ONU, que cada vez encuentran más trabas para desarrollar su trabajo, concluye sin ambages que los científicos iraníes, que instalan cada vez más centrifugadoras y más potentes, se acercan al control total del proceso que les dará combustible suficiente para el arma definitiva.
La manifiesta división de fondo en el Consejo de Seguridad, con Rusia y China contrarias a apretar las tuercas a Teherán, ha tenido como consecuencia los escasos resultados conseguidos. Las negociaciones directas del Gobierno islamista con el representante europeo -hay previsto un nuevo encuentro la semana próxima- tampoco son alentadoras. Ni la promesa de zanahorias ni la amenaza del palo han socavado la firmeza iraní, algo congruente con el hecho de que el régimen fundamentalista islámico lleva más de 20 años mintiendo sobre sus ambiciones nucleares. Irán parece haber optado claramente por los hechos consumados, espoleado sin duda por las contradicciones occidentales, sus propios avances tecnológicos y el gran margen de maniobra que le da a escala planetaria la desastrosa experiencia de EE UU en Irak, que no puede ser contrarrestada a estas alturas por el despliegue de poderío naval que Bush efectúa en el golfo Pérsico.
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