Cuando tomó posesión de la presidencia de México en diciembre pasado, el conservador Felipe Calderón prometió hacer de la lucha contra el crimen organizado su prioridad política. Lo está cumpliendo. Su depuración masiva de la policía en todos los niveles es la continuación del despliegue del Ejército, iniciado hace medio año, para combatir a los narcotraficantes en los puntos más calientes, donde la corrupción o la ineptitud policial lo hacen imprescindible. El próximo movimiento presidencial es la creación de una nueva fuerza policiaca, en un intento más por atajar una crónica venalidad que todo lo corrompe.
Resulta evidente que Calderón, por mucho empeño político que ponga y aun contando con colaboradores honrados y leales y el favor de los legisladores, no acabará con la industria de la droga en México, un descomunal poder económico, además de principal fuente de violencia. Se lo impiden, entre otros factores de peso, décadas de negligencia -la policía estaba para controlar políticamente a los ciudadanos, no para garantizar su seguridad- y la ineficacia y anacronismo del sistema judicial. Pero las medidas audaces que abandera, si se mantienen y desarrollan, contribuirán a limitar la impunidad del hampa. La estrecha cooperación de Estados Unidos es un elemento imprescindible de esta estrategia, porque a la postre el problema de México con el narcotráfico es también el de EE UU, donde dos omnipotentes carteles mexicanos encabezan la distribución de cocaína.
Con todas sus limitaciones y su inevitable dosis de simbolismo, como el criticado y enérgico empleo del ejército, los pasos dados por Calderón responden a una necesidad obvia en un país donde la inseguridad pública y las miles de muertes violentas que acarrea son percibidas como insoportables lacras sociales. México precisa imperativamente y en todos los ámbitos -federal, estatal, local- de una fuerza policial que goce de la confianza ciudadana, formada, competente y suficientemente pagada, de la que ahora carece; con los salarios actuales de los cuerpos de seguridad, los capos de la droga pueden comprar al conjunto de sus miembros con desembolsos irrisorios en proporción a sus ganancias. Pero, además de la ambiciosa reforma policial en marcha, Calderón debe impulsar urgentemente otras -la del anquilosado sistema judicial y el fortalecimiento de las instituciones que velan en general por el cumplimiento de las leyes- si quiere tener posibilidades reales de acorralar al crimen organizado.
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