En la capital de Myanmar todo parece normal. Los minibuses con más de 20 personas funcionan como taxis colectivos, los dueños de las tiendas reabren sus negocios y una mujer mayor expone al público sus productos artesanales. Sin embargo, bajo la superficie, la ira tras más de cuatro décadas de dominio militar es palpable en todas partes. "Han detenido a 300 personas", grita por la ventana un taxista mientras circula por la calle. "Yo mismo vi cómo golpeaban con cachiporras a un viejo monje, de unos 85 años", asegura otro, en medio de un pequeño grupo. Todos cuentan, indignados, lo que les pasó o lo que vieron. Un monje pasa en un taxi y baja la ventana. "A las dos", murmura, sin mirar a nadie directamente. A las dos quieren volver a reunirse. Nadie de los presentes dice abiertamente que irá, pero la simpatía con los monjes se respira en todas partes. "¿Cómo pueden apalear a los monjes? Los monjes pertenecen al pueblo", asegura el dueño de un café. "Si golpean a los monjes nos golpean a todos", agrega. "Los monjes lo hacen por nosotros. Ellos no tienen miedo, y por eso los protegemos", afirma un estudiante. Un historiador jubilado afirma que la resistencia actual es distinta a la de 1988, cuando la junta reprimió brutalmente las protestas después de seis semanas y mató a 3000 personas.
"La desesperación por la necesidad económica y la ira por el maltrato a los monjes suprimió el factor miedo", dice. "Hoy ya nadie permanece pasivo, e incluso las ancianas se preocupan por comunicar al mundo lo que han visto, para que todos sepan lo que está pasando". Muchos habitantes de Myanmar piden a los visitantes extranjeros en las calles que tomen fotografías y utilicen Internet para informar sobre los últimos acontecimientos, ya que cada vez con mayor frecuencia se interrumpen las comunicaciones. Pero pese a ello, se las ingenian para no perder la conexión con el mundo. "Ya no nos pueden cerrar la boca", advierte una mujer.
Fuente: Diario La Nación de Buenos Aires
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