Condoleezza Rice protagonizó sin duda el momento más emocionante de la reciente conferencia de Annapolis cuando, consciente del rechazo y la tensión que, incluso allí, se percibía entre árabes e israelíes, intervino, sin papeles, para aludir a su propia experiencia de marginación y odio durante su infancia en Birmingham (Alabama) en plena época segregacionista.
Rice recordó las imágenes de iglesias negras en llamas, contó los ataques de los que su propia casa y las de sus vecinos fueron objeto, relató la muerte a manos de hordas racistas de otras niñas como ella, habló del miedo constante al caer la noche, de la humillación, de su exclusión en los autobuses, en las fuentes públicas.
Fue una intervención impactante, según el relato que hacen en algunos medios norteamericanos testigos directos de los discursos; destinada a tocar la fibra sensible de judíos y árabes, a explicarles que comprende su miedo a un ataque terrorista o a un bombardeo, su indignación al verse vejados en un control militar o insultados por un agitador político.
Esto es sólo un ejemplo de todos los esfuerzos hechos por Condi -como se la conoce en el mundo político de Washington- para la buena marcha de la conferencia de Annapolis, su criatura favorita, el fruto de un trabajo que se resume en más de 100.000 kilómetros recorridos en los últimos meses. Más aún que todo eso: esta conferencia puede ser la última oportunidad de salvar su controvertido legado.
Condoleezza Rice es consciente de cuántos esfuerzos más serán necesarios para convencer a los que estaban sentados en esa mesa de las buenas intenciones de la Administración norteamericana después de siete años en los que la única diplomacia ha sido la de las cañoneras; y la única iniciativa, una arrogante receta de democracia a la fuerza.
Rice ha sido parte y corresponsable de esa política hasta hace poco. Respaldó al principio el alejamiento norteamericano del conflicto palestino-israelí y colaboró con devoción en la estrategia que condujo a la guerra en Irak.
"Cuando fue nombrada consejera de Seguridad Nacional en 2000 se la veía como una pragmática siguiendo el modelo de su mentor, Brent Scowcroft, consejero de Seguridad Nacional del primer presidente Bush. Pero como secretaria de Estado ha actuado como una visionaria", opina el columnista Anthony Lewis. "Aunque ahora está girando hacia el realismo, antes ha sido uno de los arquitectos del mesianismo de nuestra política exterior", ratifica Fred Kaplan, autor del libro Daydream Believers.
Poco interesada profesionalmente en la región -Scowcroft la trajo de la universidad de Stanford como una experta en Rusia-, Rice viajó a Oriente Próximo por primera vez en el año 2000 y cometió errores tan graves en esa zona como el de infravalorar la importancia de la victoria electoral de Hamás. Su principal relación con Oriente Próximo en los primeros años consistía en vigilar los pasos que daba allí Colin Powell, de quien desconfiaban tanto George Bush como ella.
El anterior secretario de Estado cuenta en un libro de próxima publicación sobre Rice escrito por la periodista de The New York Times Elisabeth Bumiller que, mientras él se entrevistaba con Ariel Sharon o algunos líderes árabes, Rice estaba siempre llamándole por teléfono advirtiéndole que no asumiese ningún compromiso. "Siempre estaba pendiente de lo que hacía para correr a contárselo al presidente", recuerda Powell.
Esa estrecha relación con Bush ha sido y es su mayor punto fuerte. "No hay ninguna duda de que Rice ha sido y continúa siendo quien más estrechas relaciones tiene con Bush de entre todo su equipo de seguridad", afirma Allen Keiswetter, del Middle East Institute de Washington. "El presidente ama a Condi", asegura Andrew Card, antiguo jefe de Gabinete de la Casa Blanca.
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