Concluida la más larga y apasionante campaña electoral de la historia, el pueblo estadounidense está obligado hoy a optar entre un cambio sin precedentes que promete dibujar un nuevo escenario en este país y en el mundo o una ligera corrección del rumbo seguido en los últimos años.
Concluida la más larga y apasionante campaña electoral de la historia, el pueblo estadounidense está obligado hoy a optar entre un cambio sin precedentes que promete dibujar un nuevo escenario en este país y en el mundo o una ligera corrección del rumbo seguido en los últimos años. Barack Obama y John McCain representan dos visiones distintas de la vida y de la política, dos generaciones. Ambos son, en diferente medida, símbolos de la grandeza de esta nación. Pero, mientras McCain basa su credibilidad y su fuerza en el pasado, Obama es el mejor testimonio posible del futuro.
Con todos sus altibajos y con todas sus dificultades, esta campaña ha permitido descubrir a dos grandes personalidades. Una, la de McCain, más conocida. Su leyenda de preso en Vietnam, su tradición de independencia, de contestación y de honestidad intelectual, estaban acreditadas desde hacía tiempo y, probablemente, conseguirán sobrevivir a una campaña republicana muy mal diseñada estratégicamente; otra, la de Obama, desconocida para el gran público. Pero hoy su figura esbelta y su voz de barítono forman parte de la cotidianidad de los norteamericanos, que han descubierto en estos casi dos años a un político tranquilo, bien preparado y, en última instancia, confiable.
"Las encuestas hablan de un electorado que ha llegado a la conclusión de que Obama será un buen presidente. Las dudas que prevalecían al principio se han desvanecido", afirma Peter Hart, el responsable de la encuesta publicada ayer por The Wall Street Journal que le da al candidato demócrata ocho puntos de ventaja.
Es relevante el hecho de que también puede deducirse de la mayoría de las encuestas que McCain sería un gran presidente. Aunque éste ha ofrecido algunos perfiles inquietantes en la campaña, como su carácter impulsivo y su pasividad al aceptar el juego sucio. Pero los ciudadanos parecen retener todavía la imagen del político que apareció el sábado por la noche en el programa de televisión Saturday Night Live riéndose de sí mismo, de su partido y de su campaña, un político entrañable a quién es fácil querer.
No ha sido ésta una batalla entre el bueno y el malo. No llegan hoy los estadounidenses a las urnas con la duda sobre qué figura les ha inspirado o cuál merece más confianza. Obama es el claro favorito a la victoria, no porque su rival haya fracasado, sino porque él representa el futuro y McCain, por su edad, por su historia, por su mensaje, es el pasado. Un pasado no necesariamente aborrecido por electores o, al menos, no en todas sus facetas. Hay aspectos del patriotismo y la entrega de McCain que muchos votantes de Obama admiran y quisieran incluso ver en su propio candidato.
Pero el tiempo en el que McCain le ha tocado pedir la confianza a sus conciudadanos para ser presidente no es su tiempo; es el tiempo de Obama. Desde el 11 de septiembre de 2001 hasta la fecha han pasado demasiadas cosas -demasiadas cosas malas- como para que los norteamericanos no deseen pasar la página.
La popularidad del Gobierno de George W. Bush es raquítica -poco más del 20%- y el empacho de conservadurismo (especialmente de sus expresiones más toscas, como Guantánamo, las torturas, las escuchas telefónicas, la invasión permanente del espacio privado, los abusos de poder, la indiferencia ante el dolor de Nueva Orleans, la insensibilidad ante el deterioro de las condiciones económicas) resulta evidente.
El senador McCain no ha estado ligado a todas esas políticas. Incluso ha sido detractor de algunas de ellas. Pero su etiqueta partidista le pesa hoy más de lo que él quisiera, y su propia biografía no deja de ser una muestra de aquellos tiempos que millones de norteamericanos quieren dejar atrás.
La alternativa que encuentran no es fácil: un negro con escasísima experiencia, hijo de un inmigrante que se desentendió de él cuando era niño, con un nombre suajili y un segundo apellido tan explosivo en esta época como Husein.
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