Barack Obama sigue haciendo historia. Hoy se convertirá en el primer presidente afroamericano que ocupe la Casa Blanca y tendrá en sus manos el timón del país todavía más poderoso de la tierra. Con él, el Partido Demócrata habrá recuperado el poder luego de los dos frustrantes mandatos de George W. Bush.
Comienza ahora para Obama una difícil gestión en la que muchos, dentro y fuera de los Estados Unidos, han depositado sus ilusiones y sus expectativas. Las promesas de campaña deberán comenzar rápidamente a hacerse realidad. No hay tiempo que perder. Esta vez, la gravedad y la urgencia de los problemas por enfrentar han reducido a horas o días la duración del romance inicial de un pueblo con su nuevo jefe de Estado.
Rodeado de un formidable equipo de primeras figuras, Obama está en el centro mismo de un escenario sombrío en el que, por una parte, deberá enfrentar la profunda recesión económica que, como consecuencia de la crisis financiera, se ha apoderado del mundo y, por la otra, tratará de encarrilar y resolver los problemas y urgencias de toda índole que aquejan a la comunidad internacional.
El próximo 2 de abril, Obama estará en Londres. Concurrirá allí a la reunión del G-20, para unirse a un diálogo del que sustancialmente depende nada menos que la posibilidad de rediseñar la arquitectura financiera del mundo. Poco después asistirá, en el corazón del Viejo Continente, al 60° aniversario de la OTAN, durante el cual Francia, después de 43 años de ausencia, regresará plenamente a esa organización. Desde allí, emitirá las primeras señales acerca de si, con su liderazgo, su país habrá comenzado, o no, a recuperar la confianza del mundo. Para ello, el andar unilateral de los primeros tiempos de su predecesor debe transformarse en una actitud sincera de apertura, diálogo y cooperación.
Poder liderar en un marco de credibilidad supone, en el mundo de hoy, no sólo estar dispuesto a escuchar, sino saber hacerlo.
Además, debe poder realizar rápidamente algunos actos plenos de simbolismo que muchos en la comunidad internacional esperan. Entre ellos, cerrar ordenada, pero rápidamente la prisión de Guantánamo, que se ha transformado en un símbolo de un extravío de valores en la nación del Norte que a todos preocupa y asombra por igual. Al propio tiempo, debe comenzar a emitir mensajes estratégicos que reflejen su visión respecto de los conflictos de Medio Oriente y de las relaciones de su país con Irán, la Unión Europea, China, Rusia y el resto del mundo.
Es probable que el nuevo mandatario se esfuerce por tratar de fortalecer la relación de los Estados Unidos con sus aliados europeos. Con ellos debe decidir, después de ocho años de enfrentamientos con los talibanes, cómo evitar el desastre en Afganistán, así como cuál es el camino para devolver la normalidad a un Irak hasta no hace mucho desquiciado, y cómo dialogar eficientemente con la teocracia de Irán sobre un programa nuclear peligroso, que no se ha detenido.
Siga leyendo el artículo del diario La Nación de Buenos Aires
Comienza ahora para Obama una difícil gestión en la que muchos, dentro y fuera de los Estados Unidos, han depositado sus ilusiones y sus expectativas. Las promesas de campaña deberán comenzar rápidamente a hacerse realidad. No hay tiempo que perder. Esta vez, la gravedad y la urgencia de los problemas por enfrentar han reducido a horas o días la duración del romance inicial de un pueblo con su nuevo jefe de Estado.
Rodeado de un formidable equipo de primeras figuras, Obama está en el centro mismo de un escenario sombrío en el que, por una parte, deberá enfrentar la profunda recesión económica que, como consecuencia de la crisis financiera, se ha apoderado del mundo y, por la otra, tratará de encarrilar y resolver los problemas y urgencias de toda índole que aquejan a la comunidad internacional.
El próximo 2 de abril, Obama estará en Londres. Concurrirá allí a la reunión del G-20, para unirse a un diálogo del que sustancialmente depende nada menos que la posibilidad de rediseñar la arquitectura financiera del mundo. Poco después asistirá, en el corazón del Viejo Continente, al 60° aniversario de la OTAN, durante el cual Francia, después de 43 años de ausencia, regresará plenamente a esa organización. Desde allí, emitirá las primeras señales acerca de si, con su liderazgo, su país habrá comenzado, o no, a recuperar la confianza del mundo. Para ello, el andar unilateral de los primeros tiempos de su predecesor debe transformarse en una actitud sincera de apertura, diálogo y cooperación.
Poder liderar en un marco de credibilidad supone, en el mundo de hoy, no sólo estar dispuesto a escuchar, sino saber hacerlo.
Además, debe poder realizar rápidamente algunos actos plenos de simbolismo que muchos en la comunidad internacional esperan. Entre ellos, cerrar ordenada, pero rápidamente la prisión de Guantánamo, que se ha transformado en un símbolo de un extravío de valores en la nación del Norte que a todos preocupa y asombra por igual. Al propio tiempo, debe comenzar a emitir mensajes estratégicos que reflejen su visión respecto de los conflictos de Medio Oriente y de las relaciones de su país con Irán, la Unión Europea, China, Rusia y el resto del mundo.
Es probable que el nuevo mandatario se esfuerce por tratar de fortalecer la relación de los Estados Unidos con sus aliados europeos. Con ellos debe decidir, después de ocho años de enfrentamientos con los talibanes, cómo evitar el desastre en Afganistán, así como cuál es el camino para devolver la normalidad a un Irak hasta no hace mucho desquiciado, y cómo dialogar eficientemente con la teocracia de Irán sobre un programa nuclear peligroso, que no se ha detenido.
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