Este texto hace parte del libro 'Huellas', que saldrá a la venta este año.
Sobre la calle glacial, en la primera luz del amanecer, flota todavía la bruma. No sé ahora si esa bruma la ha puesto mi memoria, o si ella existió realmente aquel día; pero de todos modos está allí, haciendo espectral la visión de un sacerdote y de una enfermera que avanzan, como en sueños, hacia los cadáveres abandonados en la calle. ¿Cuántos eran? ¿Dieciocho? ¿Doce? No lo recuerdo hoy.
Uno ha caído con una bandera roja en la mano, otro con un machete, otro más con una botella de aguardiente, cuando avanzaban gritando, en un desafío insensato, hacia la emisora Nueva Granada, protegida, tras sacos de arena, por soldados en actitud de combate.
Esta imagen póstuma del 'Bogotazo', la más explosiva insurrección popular que haya conocido una capital latinoamericana, el 9 de abril de 1948, la estoy viendo desde un balcón de madera que tenía mi casa. Tengo 15 o 16 años, y no he podido dormir aquella noche estremecido por los disparos de la tropa. Resuenan en la calle como un trueno y dejan un eco largo y desgarrado. "Otro más", dice la criada asomándose a la ventana y persignándose. Quiere decir: otro muerto. La luz del alba revela la masacre, una gota apenas en el océano de una revuelta sofocada a tiros.
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