El solo hecho de que el sábado se reunieran en Bagdad representantes de países y organizaciones internacionales especialmente concernidos por la estabilidad de Irak -notablemente, Estados Unidos, Irán, Siria y Arabia Saudí, los restantes miembros del Consejo de Seguridad y la Liga Árabe- es una buena noticia. Todo lo que rodea el encuentro, sin embargo, parece conspirar para que a la larga los resultados de la reunión sean escasos o incluso nulos.
Como fragmentos de un racimo, tras el planteamiento de cómo hacer la paz en Irak, brota toda la problemática de la zona. El desarrollo de la industria nuclear iraní, que en Occidente se teme que sea sólo una tapadera para hacerse con el arma atómica; el crecimiento de la influencia de Teherán, a través de la mayoría chií que gobierna en Bagdad, y contra lo que Estados Unidos y Arabia Saudí tratan de crear un frente suní de países limítrofes; la crisis palestina, uno de los motores de la acción terrorista de Al Qaeda; y la propia división en la Administración del presidente Bush, entre quienes, como la secretaria de Estado Condoleezza Rice, quieren tomar el pulso de Teherán para explorar, sino negociar, posiciones, y los que entienden, como el vicepresidente Cheney, que ello sería imperdonable debilidad ante un enemigo que -como Israel propugna- sólo merece garrote. Y para remate, más de 80 muertos desde el sábado, la mayor parte en Bagdad, lo que parece arrojar serias dudas sobre la eficacia del reciente envío de 21.500 soldados norteamericanos más, sobre todo para pacificar la capital iraquí.


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