No por estar en una de las regiones de más alto riesgo sísmico un país como Perú puede acostumbrarse a soportar un terremoto tan devastador como el que asoló el pasado miércoles su costa central y meridional, y principalmente la turística ciudad de Pisco, de 130.000 habitantes, que el temblor, de una magnitud 7,9 en la escala de Richter, ha destruido en sus dos terceras partes. Ayer hubo otra réplica, aunque de una intensidad bastante menor. Las cifras provisionales arrojan un balance de más de 500 muertos, un millar y medio de heridos y decenas de miles de personas sin techo. Por desgracia, se teme que el número de fallecidos sea muy superior conforme vayan desarrollándose las lentas y dificultosas operaciones de rescate. Baste notar que la iglesia principal de Pisco se derrumbó sepultando bajo sus cimientos a unos 200 feligreses que asistían a un funeral. "Presidente, queremos ataúdes", le gritaban desesperados los lugareños durante la visita que el jefe del Estado, Alan García, realizó a la sureña ciudad el jueves.
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