Que Barak Hussein Obama, un hombre de color, haya salido victorioso en un estado abrumadoramente blanco y agrícola como Iowa, en el corazón de la América profunda, no puede ser interpretado de otra manera que como una revolución.
Es cierto que un "caucus", con su sistema de elección indirecta, tiene menos relevancia que una primaria; también es cierto que Iowa no es un estado representativo del conjunto del país. Pero nada de eso minimiza la trascendencia de que Obama surgió ganador en el primer escalón de la carrera por la nominación demócrata, por encima de dos candidatos poderosos como Hillary Clinton y John Edwards.
Su victoria se debió, por sobre todo, a su extraordinaria convocatoria entre los votantes jóvenes y primerizos, habitualmente ausentes en esta etapa inicial de la campaña, y también entre las mujeres, paradójicamente, el electorado natural de Hillary. Fue, en gran medida, el entusiasmo por Obama y su propuesta de cambio lo que logró que el número de participantes en el "caucus" demócrata se duplicara con relación al de cuatro años atrás.
¿Será que los norteamericanos han superado, finalmente, los prejuicios raciales en el momento de emitir su voto? ¿Será que los Estados Unidos están, finalmente, dispuestos a llevar a un negro a la Casa Blanca? ¿O será que Obama, hijo de un matrimonio birracial, educado en Hawai por abuelos blancos y quien, por lo tanto, no acarrea una historia de discriminación racial ni es uno de los "negros iracundos" de la época de la lucha por los derechos civiles, representa una versión "blanqueada" y domesticada del candidato negro?Es posible que las tres preguntas puedan responderse afirmativamente y que las tres tengan su cortapisa. Presumir que el racismo se ha evaporado del corazón de los norteamericanos y concluir que el triunfo de Obama significa que el votante norteamericano se ha vuelto acromático es, en el mejor de los casos, una ingenuidad.
La discriminación racial sigue siendo una realidad en los Estados Unidos. En la primera encuesta en el nivel nacional sobre relaciones entre las principales minorías, realizada por Bendixen y Asociados y publicada en diciembre por New American Media, el 66% de los negros entrevistados dijo no creer que en los Estados Unidos todos tuvieran similares posibilidades de éxito.
Sin tratar de escapar de su identidad racial, Barak Obama ha centrado su mensaje en la unidad del pueblo norteamericano y no en sus diferencias. Puesto ante la disyuntiva de singularizar la situación del negro frente a formas más amplias de injusticia, Obama ha elegido siempre esto último.
"La incompetencia no distingue colores", declaró tras el desastre del Katrina en Nueva Orleáns, donde la mayoría de las víctimas fueron negros.
Esta necesidad de contemporizar le ha valido no pocos críticos en la comunidad negra.
Shelby Steele, investigador del Instituto Hoover de la Universidad de Stanford y uno de los más prestigiosos intelectuales negros, escribe en A Bound Man: Why We Are Excited about Obama and Why He Can t Win ("Un hombre amarrado. Por qué estamos entusiasmados con Obama y por qué no puede ganar"), un polémico libro que acaba de aparecer, que "dada la vergonzosa historia de supremacía blanca, no existe sino una profunda y hasta feroz necesidad en la América blanca de desasociarse del racismo".
Pero, por lo mismo, advierte con creciente preocupación que cuando los norteamericanos blancos miran a Obama, no ven tanto al talentoso político como al vehículo para su redención.
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