Tanto en Hollywood como en el Capitolio hay una versión oficial sobre el origen de la guerra contra el narcotráfico: que primero los colombianos y luego los mexicanos armaron una densa red de corrupción para proyectar un imperio del mal, responsable de arrebatarle la vida a miles de estadounidenses adictos a las drogas.
Basta repasar los discursos políticos o las cientos de producciones fílmicas sobre el tema para toparse una y otra vez con esta historia. Muchos en México han creído también tal versión, pero ahora contamos con investigaciones especiales —como la publicada hoy por este diario— que refutan este relato ficticio. En realidad, el viaje de la violencia criminal no ha ocurrido de sur a norte del continente, sino que comenzó justo en la frontera entre Estados Unidos y México, la más transitada y, supuestamente, la más vigilada del mundo.
De cada lado del río Bravo las autoridades han pecado de negligencia y son igualmente responsables. Por igual en ambos países la corrupción ha cooptado a funcionarios locales y federales, la ley ha resultado omisa, la impunidad ha sido amplia, el territorio fue cedido a manos de la industria criminal.
No es justo cargarle toda la culpa a los dos países latinoamericanos, Colombia y México. ¿Por qué adjudicarle mayor énfasis sólo a uno de los componentes de esta violenta ecuación?
Jamás ha existido, en realidad, un patio trasero. Desde el principio se ha tratado de un mismo largo y compartido paraíso para la producción, compra, venta y consumo de enervantes.
La única diferencia, en todo caso, entre Estados Unidos y las naciones del sur ha sido la gran capacidad del primero para contarle una historia al resto del mundo, y la falta de habilidad de los segundos para refutarla.
Fuente: Editorial EL UNIVERSAL de México
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