Lo que resultaría envidiable para cualquier partido en una democracia genuina, casi el 50% de los votos en una elección parlamentaria, representa un abultado revés para un decorado democrático como el que funciona en la Rusia de Vladímir Putin. Porque las elecciones del domingo eran un referéndum sobre Putin y el partido del Kremlin, la pérdida de 77 escaños por Rusia Unida respecto de hace cuatro años, junto con el cúmulo de irregularidades y la grosera falsificación del voto en numerosos lugares -denunciados por la OSCE, el Consejo de Europa y la única organización local independiente- significan una clara desautorización del hombre fuerte de Rusia, cuya popularidad no ha dejado de caer en los últimos meses.
El partido oficialista tendrá la mayoría simple en la Cámara baja del Parlamento, pero ya no los dos tercios que le permitían manejar a su antojo la Constitución. Y el jefe del Gobierno, que se dispone en marzo a reocupar la presidencia rusa, tras el pacto con su fiel escudero Medvédev, lo hará con una legitimidad abiertamente menguada, especialmente por el voto de las grandes ciudades.
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