El dinero llenaba tres maletas: cinco millones de euros. Nada más aterrizar en Bamako en un avión militar casi vacío, el funcionario alemán encargado de entregar el cargamento se reunió en secreto con el presidente de Malí, que había ofrecido a Europa una salida que le permitía resolver el problema y guardar las apariencias.
Oficialmente, Alemania había presupuestado el dinero como parte de la ayuda humanitaria a Malí. En realidad, todos los implicados sabían que el dinero iba destinado a un extraño grupo de extremistas islámicos que tenían en su poder a 32 rehenes europeos, según seis altos diplomáticos que intervinieron en el intercambio.
Las maletas partieron en unas camionetas rumbo al norte, hasta el corazón del Sáhara, donde unos combatientes barbudos que pronto se transformarían en un brazo oficial de Al Qaeda contaron el dinero sobre una manta extendida en la arena.
Este episodio de 2003 fue una experiencia aleccionadora para ambas partes. Once años después, las entregas en Bamako son ya un ritual muy ensayado, igual que las docenas de transacciones de este tipo que se realizan en otros lugares de todo el mundo. Secuestrar a europeos para cobrar un rescate se ha convertido para Al Qaeda en un negocio global que financia sus actividades en todo el mundo.
Aunque los gobiernos europeos niegan el pago de rescates, una investigación llevada a cabo por The New York Times ha descubierto que Al Qaeda y sus filiales han obtenido al menos 94 millones de euros a cambio de secuestrados desde 2008 —49 millones solo el año pasado—. En varios comunicados, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos habla de cantidades que, sumadas, colocan el total en 123 millones de euros para ese mismo periodo.
Estos pagos fueron desembolsados casi exclusivamente por gobiernos europeos, que canalizaron el dinero a través de una red de terceros, a veces enmascarado como ayuda al desarrollo, según los testimonios de antiguos rehenes, negociadores, diplomáticos y funcionarios recabados para este reportaje en 10 países de Europa, África y Oriente Próximo. Los mecanismos secretos del negocio de los secuestros también salieron a la luz en miles de páginas de documentos de Al Qaeda que la autora de este artículo descubrió el año pasado en el norte de Malí.
En sus primeros tiempos, Al Qaeda recibía la mayor parte de su dinero de donantes ricos, pero los responsables de la lucha antiterrorista creen que el grupo sostiene hoy casi toda su labor de reclutamiento, entrenamiento y adquisición de armas con los rescates que pagan los europeos. En otras palabras: Europa se ha convertido en financiador involuntario de Al Qaeda.
Los ministerios de Exteriores de Austria, Francia, Alemania, Italia y Suiza han negado, por teléfono o por correo electrónico, haber pagado a los terroristas. “Las autoridades francesas han dicho en repetidas ocasiones que Francia no paga rescates”, dice Vincent Floreani, director adjunto de comunicación del Ministerio de Asuntos Exteriores francés.
Varios altos diplomáticos que han participado en negociaciones describen la decisión de pagar rescates por sus compatriotas como una disyuntiva angustiosa: ¿acceder a las demandas de los terroristas o dejar que maten a inocentes, a menudo por métodos públicos y repugnantes?
Sin embargo, el hecho de que Europa y sus intermediarios continúen pagando ha desencadenado un círculo vicioso. “El secuestro para obtener un rescate es ya la principal fuente de financiación del terrorismo”, aseguró en 2012 David S. Cohen, subsecretario del Departamento del Tesoro estadounidense encargado de terrorismo e inteligencia financiera. “Cada transacción alienta otra transacción”.
Y es un negocio floreciente: si en 2003 los secuestradores cobraban alrededor de 150.000 euros por rehén, hoy llegan a obtener hasta 7,5 millones. “El dinero de los secuestros es un botín fácil”, escribió Nasser al Wuhaysi, líder de Al Qaeda en la Península Arábiga. “Un comercio rentable y un valioso tesoro”. Los ingresos generados son tales que los documentos internos muestran que, ya hace cinco años, el mando central de Al Qaeda en Pakistán supervisaba las negociaciones sobre rehenes en África. Además, los relatos de los supervivientes revelan que las tres grandes filiales del grupo terrorista —Al Qaeda en el Magreb Islámico, en el norte de África, Al Qaeda en la Península Arábiga, en Yemen, y Al Shahab, en Somalia— coordinan sus esfuerzos y se rigen por un protocolo común de secuestros.
Para que sus combatientes sufran los mínimos riesgos posibles, las filiales del terror subcontratan la captura de rehenes a grupos criminales que trabajan a comisión. Los negociadores, al parecer, se quedan con un 10% del rescate, lo cual es un incentivo para aumentar la suma total, de acuerdo con exrehenes y responsables antiterroristas.
La estrategia incluye un cuidadoso proceso de negociación, que empieza con largos periodos de silencio para crear el pánico en los países de origen. Después hacen público un vídeo del rehén en el que suplica a su gobierno que negocie. Aunque los secuestradores amenazan con matar a sus víctimas, en los cinco últimos años las filiales de Al Qaeda han ejecutado a un mínimo porcentaje de secuestrados, una situación que contrasta con la de hace 10 años. Al Qaeda ha comprendido que es más provechoso mantener a los rehenes con vida e intercambiarlos por presos y dinero.
Algunos países, encabezados por EE UU y Reino Unido, se han resistido a pagar. Aunque ambos han negociado con grupos extremistas —la última prueba es el intercambio de presos talibanes por el sargento estadounidense Bowe Bergdahl—, hay una línea que no cruzan, y es la de los rescates.
Se trata de una decisión con graves consecuencias. Mientras que docenas de europeos han recobrado la libertad sin sufrir daños, son pocos los estadounidenses o los británicos que han salido con vida. “Los europeos tienen muchas explicaciones que dar”, dice Vicki Huddleston, ex subsecretaria adjunta de Defensa para asuntos africanos y embajadora en Malí en 2003, cuando Alemania pagó el primer rescate. “Es una política completamente hipócrita. Pagan los rescates y luego niegan haber pagado nada”. Y añade: “El peligro no es solo que alimenta el movimiento terrorista, sino que vuelve vulnerables a todos nuestros ciudadanos”.
El 23 de febrero de 2003, cuatro turistas suizos, entre ellos dos mujeres de 19 años, se despertaron en sus sacos de dormir, en el sur de Argelia, entre los gritos de unos hombres armados, que ordenaron a las jóvenes que se cubrieran el cabello con toallas, se apoderaron de su furgoneta y se largaron con ellos.
En los días posteriores se desvanecieron otros siete grupos de turistas que viajaban por la misma zona del desierto. Los gobiernos europeos se apresuraron a buscar a sus ciudadanos. Pasaron semanas hasta que un avión alemán de reconocimiento regresó con imágenes de los vehículos abandonados. Tiempo después, un explorador a pie vio un objeto blanco a través de sus prismáticos. Era una carta dejada debajo de una roca. Con letra embarullada, exponía las demandas de un grupo yihadista poco conocido, que decía llamarse Grupo Salafista para la Predicación y el Combate.
Armados con unos cuantos fusiles de caza y viejos AK-47, los secuestradores habían logrado capturar en varias semanas a docenas de turistas, en su mayoría alemanes, pero también de Austria, Holanda, Suecia y Suiza. Aunque las primeras emboscadas estaban organizadas, da la impresión de que otros fueron secuestros al azar, como el caso de dos desafortunados turistas de 26 años de Innsbruck, Austria, a los que descubrieron por la hoguera que habían encendido para cocinarse unos espaguetis.
“Después de capturarnos, no parecían saber qué hacer con nosotros”, dice Reto Walther, de Untersiggenthal, Suiza, que estaba en uno de los primeros grupos capturados. “Iban improvisando”. La única comida que tenían eran las conservas que llevaban los secuestrados encima. El único combustible, lo que había en cada depósito. Abandonaban los coches cuando se quedaban sin gasolina, y obligaban a sus rehenes a continuar a pie.
A pesar de ese comportamiento de aficionados, los yihadistas habían dado con un punto débil. Casi ningún rehén se había resistido y, si bien los secuestrados eran más numerosos que sus captores, nunca intentaron escaparse durante su cautiverio, seis meses para algunos de ellos. El siniestro entorno desértico era una “prisión al aire libre”.
Es fundamental el hecho de que, aunque los países europeos tenían una potencia de fuego superior a la de los rudimentarios muyahidines, considerasen que emprender una misión de rescate era demasiado arriesgado.
Los yihadistas pidieron armas. Después plantearon exigencias políticas imposibles de cumplir, como la expulsión del Gobierno argelino. Cuando murió de deshidratación una mujer alemana de 45 años, las autoridades europeas, aterradas, empezaron a pensar que pagar rescates disfrazados de ayuda al desarrollo era un mal menor.
“Los norteamericanos nos dijeron mil veces que no pagáramos rescates. Y nosotros les respondimos: ‘No queremos pagar. Pero no podemos perder a nuestra gente”, dice un embajador europeo destacado entonces en Argelia, y uno de los seis altos funcionarios occidentales que vivieron de cerca los secuestros de 2003 y que han confirmado varios detalles para esta historia. Todos han hablado a condición de conservar el anonimato, porque las informaciones siguen siendo secretas. “Era una situación muy difícil”, dice el embajador, “pero, al fin y al cabo, estamos hablando de vidas humanas”.
Los secuestradores de los turistas europeos usaron los cinco millones de euros para poner en marcha su movimiento, reclutar y entrenar a otros terroristas que llevaron a cabo una serie de ataques devastadores. Se convirtieron en una potencia regional y fueron aceptados en la red de Al Qaeda, que les dio el nombre de Al Qaeda en el Magreb Islámico. A medida que los secuestros se transformaron en su principal modo de vida, fueron refinando el procedimiento.
El 2 de febrero de 2011, cuando sus ojeadores en el sur de Argelia vieron a una turista italiana de 53 años, Mariasandra Mariani, que admiraba las dunas con sus prismáticos, tenían ya muy perfeccionado su sistema. Los pistoleros que la aprehendieron circularon durante días por una ruta que parecía claramente delineada.
Bajo una zarza encontraban un barril lleno de combustible. O un montón de neumáticos para sustituir alguno que se les hubiera podido pinchar. Nunca se les acabó la comida. Mariani se enteraría posteriormente de que contaban con una infraestructura de suministros enterrados en la arena y señalada con coordenadas de GPS.
Años antes, habían dejado sus demandas en una carta bajo una roca. Ahora tenían teléfonos por satélite. Le entregaron el texto que tenía que decir y marcaron el número de la cadena Al Jazeera. “Me llamo Mariasandra Mariani. Soy la italiana que ha sido secuestrada”, leyó. “Sigo en poder de Al Qaeda en el Magreb Islámico”.
Durante sus 14 meses de cautiverio, cada vez que los secuestradores tenían la impresión de que ya no se les prestaba tanta atención, alzaban una tienda en el desierto y obligaban a Mariani a grabar un mensaje en vídeo rodeada de sus secuestradores armados.
Once antiguos rehenes, capturados por grupos de Al Qaeda en Argelia, Malí, Níger, Siria y Yemen, que han aceptado ser entrevistados para este artículo, cuentan un proceso similar en las negociaciones, que empezaba por un periodo obligado de silencio. Los mensajes de vídeo y las llamadas telefónicas eran infrecuentes. El silencio parecía pensado para aterrorizar a las familias de los cautivos, que, a su vez, presionaban a sus respectivos gobiernos. Al final, Mariasandra Mariani fue liberada, junto con dos rehenes españoles, a cambio de un rescate que, según un negociador que intervino en su caso, rondó los ocho millones.
La inmensa mayoría de los secuestros en nombre de Al Qaeda se han producido en África y, en los últimos tiempos, en Siria y Yemen. Estas regiones están a miles de kilómetros del mando central de la red terrorista, en Pakistán.
Sin embargo, grabaciones del grupo así como varias cartas confidenciales entre sus jefes indican que los altos mandos de la organización participan de forma directa en las negociaciones, y no faltan los reproches a sus lugartenientes en esos lugares por no cumplir instrucciones.
Los ingresos que aportan los rehenes han hecho que sean verdaderamente valiosos para el movimiento. En una carta enviada en 2012 a sus hermanos yihadistas en África, el hombre que había sido secretario personal de Bin Laden y hoy es número dos de Al Qaeda escribía que al menos la mitad de su presupuesto en Yemen procedía de los rescates.
Cuando Mariasandra Mariani cayó enferma de disentería en el desierto maliense, un médico yihadista le enchufó suero y la cuidó hasta devolverle la salud. A otra rehén francesa con cáncer le facilitaron medicinas específicas. Por el contrario, los rehenes de países que no pagan rescates afrontan un duro destino.
En 2009, unos secuestradores capturaron a cuatro turistas que regresaban a Níger después de asistir a un festival de música en Malí: una alemana, una pareja suiza y un británico, Edwin Dyer, de 61 años. El Gobierno británico dejó claro que no pagaría por la liberación de Dyer. Días después, Al Qaeda en el Magreb Islámico anunciaba su asesinato. “Parece que Gran Bretaña valora poco a sus ciudadanos”, apostillaba el comunicado.
Los suizos y la alemana capturados junto con Dyer fueron puestos en libertad después de que se pagara un rescate de unos ocho millones de euros, según uno de los negociadores suizos que ayudaron a obtener la liberación. Ese mismo año, el Parlamento suizo aprobó un presupuesto en el que “de pronto se había añadido una partida para la ayuda humanitaria a Malí”, dice el funcionario.
Los negociadores creen que los grupos de Al Qaeda tienen muy claro qué gobiernos pagan. De los 53 rehenes capturados por las franquicias de Al Qaeda en los últimos cinco años, la tercera parte son franceses. Y de países pequeños como Austria, España y Suiza, que no cuentan con grandes comunidades de expatriados en los países donde se producen los secuestros, procede más del 20% de las víctimas.
Por el contrario, solo se sabe de tres estadounidenses a los que han secuestrado Al Qaeda o sus filiales, un mero 5% del total. “Es evidente que Al Qaeda los selecciona en función de su nacionalidad”, dice Jean-Paul Rouiller, director del Centro de Entrenamiento y Análisis del Terrorismo de Ginebra. “Los rehenes son una inversión, y uno no invierte si no tiene cierta seguridad de que le va a ser rentable”.
Los países occidentales han firmado numerosos acuerdos para poner fin al pago de rescates, el último en una cumbre del G-8 de 2014, donde varios de los países europeos que más rescates han pagado se adhirieron a una declaración que acordaba eliminar esta práctica. Sin embargo, según los rehenes liberados este año y algunos negociadores veteranos, varios gobiernos de Europa —en particular Francia, España y Suiza— siguen siendo responsables de los mayores pagos, incluido un rescate de 30 millones de euros que se pagó en otoño del año pasado a cambio de la libertad de cuatro franceses retenidos en Malí.
Un asesor presidencial de Burkina Faso que ha intervenido en el rescate de varios occidentales secuestrados en el Sáhara describe la agresividad de los diplomáticos occidentales cuando le exigen la liberación de combatientes de Al Qaeda presos en cárceles locales para obtener a cambio la libertad de sus rehenes, una de las demandas adicionales que suelen hacer los captores. “No puede imaginarse la presión que ejerce Occidente sobre los países africanos”, dice. “Son ustedes, Occidente, quienes les dan vida. Son ustedes quienes les financian”.
El funcionario, que pide el anonimato por motivos de seguridad, explica que el emisario de los gobiernos europeos viaja con el dinero varios cientos de kilómetros desierto adentro, normalmente desde Uagadugu, la capital de Burkina Faso, o Niamey, en Níger.
Cuando el negociador y su chofer llegan al punto de encuentro, esperan hasta recibir en su teléfono por satélite un mensaje con un par de coordenadas de GPS. Conducen otras cinco o seis horas más hasta llegar a la nueva dirección y esperan al nuevo mensaje, que contiene otra serie de coordenadas. El proceso se repite como mínimo tres veces hasta que aparecen, por fin, los yihadistas.
Sentados sobre una manta, con las armas al lado, cuentan el dinero, explica el funcionario. Lo dividen en montones que envuelven en plástico y entierran en agujeros separados por cientos de kilómetros, un detalle que pudo deducir después de varios encuentros con la célula terrorista. Señalan la situación en su GPS, como hacen con sus coches y sus barriles de combustible enterrados.
Los gobiernos europeos declaran el dinero como ayuda al desarrollo o lo entregan a través de intermediarios, como el gigante nuclear francés Areva, una empresa controlada por el Estado que, según un negociador veterano, pagó 12,5 millones en 2011 y 30 millones en 2013 para liberar a cinco ciudadanos franceses. (Un portavoz de Areva ha negado en un correo electrónico que hayan pagado ningún rescate).
En Yemen, los intermediarios son Omán y Qatar, que han pagado en nombre de los gobiernos europeos más de 15 millones de euros por dos grupos de rehenes, según funcionarios europeos y yemeníes.
Después de casi un año en cautividad en el norte de Malí, en 2012, Mariasandra Mariani pensó que no sobreviviría. Explicó a su guardián que su familia, que cultivaba olivos en las colinas de Florencia, no tenía dinero, y que su gobierno se negaba a pagar rescates. El secuestrador la tranquilizó. “Vuestros gobiernos siempre dicen que no pagan”, dijo. “Cuando vuelvas, quiero que digas a tu gente que tu Gobierno sí paga. Siempre pagan”.
Con contribuciones de Robert F. Worth, Eric Schmitt y Sheelagh McNeill.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia