domingo, abril 03, 2005

Desafíos para la Iglesia que viene

Por Bartolomé de Vedia De la Redacción de LA NACION de Argentina:
Ha muerto un papa inmensamente querido. Un líder espiritual que recorrió el mundo y que en todas partes cosechó demostraciones desbordantes de afecto y de adhesión moral. Para la Iglesia se abre ahora un período marcado por hondas expectativas. En un plazo no mayor de 20 días, un cónclave cardenalicio tendrá la responsabilidad de designar al sucesor de Juan Pablo II. Se supone que la elección deberá recaer en un hombre de singularísimas condiciones: un hombre que se aproxime, en lo posible, al papa que acaba de morir, no en el estilo humano, que es siempre intransferiblemente personal, pero sí en su capacidad de convocatoria, en su dimensión espiritual y en su confiabilidad moral. Conviene detenerse a reflexionar sobre el desafío que deberán afrontar los cardenales. Deberán cumplir su histórica misión en un escenario significativamente distinto del de 1978, el año memorable en que Karol Wojtyla fue elevado al sillón pontificio. Por lo pronto, el nuevo papa será elegido en un contexto político y cultural novedoso: por primera vez en muchísimo tiempo la Iglesia Católica designará a su máxima autoridad sin tener a la vista un adversario ideológico, político y cultural fácil de identificar. Procuremos explicar el fenómeno al que nos referimos. En los siglos XVIII y XIX, la comunidad católica tenía por delante a un adversario intelectual notorio: el pensamiento liberal, desarrollado en el corazón mismo del Occidente civilizador a medida que crecía la influencia de la Ilustración. En el siglo XX, como nadie ignora, el contendiente ostensible de la fe cristiana fue, en cambio, el pensamiento marxista y, en el plano estrictamente político, el imperio soviético, que convirtió al ateísmo en su credo oficial. Cuando Karol Wojtyla fue elegido papa, hace casi 27 años, su designación fue recibida como un gesto de connotaciones casi épicas: se llevaba al sillón pontificio a un hijo preclaro de la Polonia sojuzgada por el comunismo. La Iglesia salía a defender a un pueblo impedido de ejercer su libertad religiosa y a recordarle a la humanidad que la defensa de la dignidad del ser humano seguía estando en el centro de la doctrina evangélica. Hoy, en cambio, en este tramo todavía incierto del siglo XXI, los potenciales adversarios de la fe no se encuentran tan a la vista; y tampoco están incorporados de manera expresa al mapa político. El imperio soviético, lisa y llanamente, ha desaparecido. Y el pensamiento liberal ya no aparece enfrentado a los dogmas religiosos; en todo caso, el liberalismo ha dejado de ser un contradictor sistemático y enérgico de la fe, como lo había sido en un pasado que hoy nos resulta remoto. Los contrincantes de la fe Con la llegada de la posmodernidad, que en las últimas décadas fue acotando los márgenes de influencia del racionalismo liberal, la Iglesia Católica se encuentra hoy ante un escenario histórico diferente del de los siglos que nos precedieron: el adversario -por así llamarlo- ya no tiene la forma de un espectro ideológico o doctrinario reconocible. El principal contrincante de la fe es hoy, en todo caso, el indiferentismo religioso. Y, en el plano de las conductas, el relativismo moral. Hoy no se mira a la Iglesia con un ánimo confrontativo sustentado sobre estructuras políticas o ideológicas fácilmente visualizables. La confrontación con el mensaje cristiano proviene, actualmente, del debilitamiento de los sistemas que regulan la moral y las costumbres. La reivindicación de conductas tradicionalmente sujetas a una severa reprobación moral -como son las que se vinculan con la legitimación de la homosexualidad, con la aceptación del aborto o con determinados métodos de control de la natalidad- define con bastante claridad la zona de conflictividades que tendrá que enfrentar, probablemente, el futuro pontífice. En el campo institucional interno no se debe descartar la posibilidad de que reaparezcan presiones tendientes a modificar las normativas sobre el celibato sacerdotal o sobre el papel de las mujeres en relación con los ministerios religiosos. Al futuro papa le esperan, pues, batallas doctrinarias que no van a ser fáciles. El hombre que empuñe el timón de la Iglesia en los años venideros deberá ser capaz de resistir las más persistentes presiones cuando así lo exija la intangibilidad de la doctrina cristiana. O, en todo caso, deberá ser capaz de establecer una clara distinción conceptual entre los "aggiornamentos" o las actualizaciones puramente formales, que no afecten los aspectos esenciales de la tradición eclesial, y aquellos otros cambios que resulten inconciliables con los postulados inmutables de la fe. De él se espera, por supuesto, que impulse el diálogo interreligioso en todas las direcciones, de modo que la comunidad católica se sienta cada vez más cerca de quienes profesan otros credos y abren cada día nuevos caminos para buscar a Dios. La tarea del sucesor de Juan Pablo II será probablemente difícil, pero contará en su favor con el vigoroso ejemplo moral que le deja su admirable antecesor, que modernizó los estilos y renovó las maneras con que tradicionalmente se manifestaban los ocupantes de la silla pontificia, pero -al mismo tiempo- fue riguroso en el rechazo de toda postulación doctrinaria que dañara la inmutabilidad de la doctrina de la Iglesia o la invulnerabilidad de sus tradiciones en el orden moral. El futuro papa, en suma, no tendrá que luchar probablemente contra estructuras políticas o ideológicas demasiado visibles. El escenario que lo estará esperando exhibirá probablemente más de una paradoja. Por un lado, le impondrá la necesidad de confrontar con transformaciones culturales cada vez más desafiantes. Por otro, lo incitará a dar una respuesta de certeza y de fe a los muchos sectores sociales que, en un mundo oscurecido por la desesperanza, no ocultan su hambre de trascendencia, su sed de Dios.

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