Hasta el domingo, Suiza había sido históricamente una tierra humanitaria de asilo. Ya no, aunque no está claro hasta dónde puede plasmarse en la práctica lo que los ciudadanos han deseado por una clara mayoría. Casi un 70%, del 48% de los que acudieron a votar en los 26 cantones en sendos referendos, ha aprobado endurecer las condiciones de asilo político y no admitir como inmigrantes a extranjeros de fuera de la Unión Europea, salvo los altamente cualificados. Si se exceptúa la creación de campos de internamiento y la negativa de cuidados médicos a los demandantes masivos de asilo, las tesis del nacionalpopulista y potentado Christophe Blocher, actual ministro de Justicia y Policía, han sido aceptadas.
Suiza no es un caso aislado. En casi toda Europa soplan desde hace tiempo vientos similares, pero en los Alpes suizos, austriacos -con elecciones nacionales el domingo- o del Norte de Italia, son aún más fríos hacia los extranjeros. La pequeña Suiza, de algo más de siete millones de habitantes, cuenta ya con un 20,4% de inmigración, más del doble que la España actual. Alguna de las medidas puede ser justificable, pero sobre todo responden a una reacción emotiva y de miedo a la pérdida de identidad. Es verdad que era muy fácil pedir asilo en Suiza y quedarse, pero el cambio llega cuando las demandas de asilo político han caído un 30% y se sitúan en unos 10.000, el límite más bajo de los últimos años (sobre todo de personas que vienen de Serbia, Turquía y Rusia, lo que no tiene excesiva justificación, además de Irak).
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