El atentado fallido contra el vicepresidente estadounidense Dick Cheney, en la mayor base del Ejército de EE UU en Afganistán, muestra hasta qué punto los talibanes deben ser tomados en serio cuando anuncian una vasta ofensiva en cuanto se derritan las nieves en el país centroasiático. Pese a lo rudimentario del ataque de ayer -un suicida que hace estallar su carga explosiva frente a la entrada de la base-, el hecho de que la fugaz visita de Cheney a Bagram fuese secreta, además de inesperada (el mal tiempo impidió a su avión llegar directamente a la vecina Kabul), revela adicionalmente que los milicianos islamistas aliados de Al Qaeda manejan información de primera mano y son capaces de improvisar sobre la marcha.
Cheney ha viajado a Afganistán, donde se ha entrevistado con el presidente Karzai, inmediatamente después de que Washington haya advertido de que Al Qaeda y los talibanes se están reagrupando en suelo afgano y paquistaní. En Pakistán ha mostrado al presidente Musharraf, contumaz en la negación de lo obvio, la evidencia obtenida por satélites espía sobre nuevos campos terroristas en la provincia paquistaní de Waziristán, una de las muchas zonas de nadie que jalonan la vasta frontera entre ambos países y que sirven de santuario a parte de los fundamentalistas islámicos que luchan en Afganistán.
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