Pese a la contumacia del presidente George Bush en la defensa de sus imaginarios argumentos sobre Irak, resulta evidente que Washington busca una nueva estrategia que le permita una anticipada salida del país árabe lo menos desairada posible. Lo hace necesario la creciente impaciencia de la opinión pública estadounidense, cada vez más reacia a escuchar explicaciones que no incluyan un calendario de retirada, y del propio Congreso, donde hasta en las filas republicanas se exige un cambio de rumbo.
Es cierto que los lugares comunes se mantienen. Y que tanto Bush como sus generales y sus diplomáticos siguen evitando pronunciarse sobre un proyecto de retirada. Esta misma semana, el presidente ha vuelto a insistir en que en Irak se decide la batalla global contra el terrorismo islamista. Y el nuevo plan de guerra del jefe militar sobre el terreno, general David Petraeus, que suscribe el embajador en Bagdad, Ryan Crocker, prevé en sus líneas básicas que al menos durante dos años más será necesaria una abultada presencia militar estadounidense.
Pero a la vez que recita su mantra, la Casa Blanca sabe que no puede mantener mucho más tiempo su situación agónica en Irak, donde en medio de la vorágine y el manifiesto sectarismo del Gobierno, las tropas americanas, cada vez con más y más frecuentes bajas, apenas dan de sí para evitar el estallido de una guerra civil generalizada. Sideralmente lejos ya de los triunfalistas planteamientos iniciales, Bush se ve apremiado en la búsqueda de otra salida, porque resulta obvio a estas alturas que la prolongación al menos dos años del masivo despliegue de EE UU en el tronchado país árabe no traerá consigo esa victoria en la que afirma creer.
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