Las negociaciones dirigidas por el presidente Óscar Arias, para lograr una salida pacífica e institucionalmente sólida a la crisis política de Honduras, han entrado en una etapa crítica. Si en el lapso de 72 horas, contadas a partir de la noche del domingo, no se logra romper el impasse en que han caído, la posibilidad de que estalle la violencia en ese país será prácticamente inevitable.
Las consecuencias tendrán que sufrirlas, directamente, los hondureños, pero también afectarán gravemente la democracia, la estabilidad y la paz de toda Centroamérica, incluso más allá de ella. Ante una situación así, los únicos beneficiarios serían dirigentes de tan turbias intenciones como Hugo Chávez y Daniel Ortega, más interesados en sus delirantes proyectos hegemónicos que en los genuinos intereses de los pueblos hemisféricos.
En este momento, la principal responsabilidad para evitar el colapso recae en el gobierno de facto de Honduras, encabezado por Roberto Micheletti desde el golpe del 28 de junio. Porque fue el rechazo absoluto de sus delegados a la posibilidad de que, como parte de un amplio arreglo, el presidente Manuel Zelaya pueda ocupar nuevamente su cargo, lo que rompió las conversaciones del pasado fin de semana en nuestro país. En palabras de Carlos López, representante de Micheletti, tal restitución es “absolutamente inaceptable”, además de que “constituye una abierta intromisión en los asuntos internos” de su país y una “desnaturalización de la mediación” de Arias.
Así como, en editoriales anteriores –el jueves 16 y el sábado 18–, hemos censurado las poses de Zelaya, su insistencia en el enfrentamiento y sus turbios vínculos con Chávez, así también censuramos hoy la intransigencia del gobierno de facto. Micheletti y sus delegados pueden aducir cualquier argumento para intentar respaldar la juridicidad de la destitución del Presidente electo por el pueblo. Sin embargo, la realidad es que en Honduras se produjo un golpe de Estado, que ese tipo de procedimientos es inaceptable, que el país está totalmente aislado, en medio del rechazo de la comunidad internacional, y que sus posibilidades de consolidarse en el poder son muy remotas.
Siga leyendo el editorial del diario La Nación de San José, Costa Rica
Las consecuencias tendrán que sufrirlas, directamente, los hondureños, pero también afectarán gravemente la democracia, la estabilidad y la paz de toda Centroamérica, incluso más allá de ella. Ante una situación así, los únicos beneficiarios serían dirigentes de tan turbias intenciones como Hugo Chávez y Daniel Ortega, más interesados en sus delirantes proyectos hegemónicos que en los genuinos intereses de los pueblos hemisféricos.
En este momento, la principal responsabilidad para evitar el colapso recae en el gobierno de facto de Honduras, encabezado por Roberto Micheletti desde el golpe del 28 de junio. Porque fue el rechazo absoluto de sus delegados a la posibilidad de que, como parte de un amplio arreglo, el presidente Manuel Zelaya pueda ocupar nuevamente su cargo, lo que rompió las conversaciones del pasado fin de semana en nuestro país. En palabras de Carlos López, representante de Micheletti, tal restitución es “absolutamente inaceptable”, además de que “constituye una abierta intromisión en los asuntos internos” de su país y una “desnaturalización de la mediación” de Arias.
Así como, en editoriales anteriores –el jueves 16 y el sábado 18–, hemos censurado las poses de Zelaya, su insistencia en el enfrentamiento y sus turbios vínculos con Chávez, así también censuramos hoy la intransigencia del gobierno de facto. Micheletti y sus delegados pueden aducir cualquier argumento para intentar respaldar la juridicidad de la destitución del Presidente electo por el pueblo. Sin embargo, la realidad es que en Honduras se produjo un golpe de Estado, que ese tipo de procedimientos es inaceptable, que el país está totalmente aislado, en medio del rechazo de la comunidad internacional, y que sus posibilidades de consolidarse en el poder son muy remotas.
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