Después de ser testigo presencial del resquebrajamiento y el colapso de la Cortina de Hierro, el editor jefe de Newsweek en Alemania entre 1988 y 1992, Michael Meyer, asegura que ese halo de protagonismo y triunfalismo que se le atribuye a Estados Unidos como único y definitivo gestor del fin de la Guerra Fría más que una realidad es un mito.
En su libro El año que cambió el mundo, la historia secreta detrás de la caída del Muro de Berlín (editado en español por Norma) describe cómo los pactos, algunos secretos, entre una nueva generación de líderes de Hungría, Polonia, Checoslovaquia y Rumania -que buscaban abrir sus países al resto del mundo bajo la permisiva mirada de Mijail Gorbachov- desencadenaron el colapso del bloque comunista.
Usted sostiene que la posición radical de Ronald Reagan contra el comunismo no fue la causa del fin de la Guerra Fría. Entonces, ¿cuál fue?
Todo el mundo recuerda la famosa frase de Reagan en 1987: "Señor Gorbachov, derribe ese muro", y eso para muchos estadounidenses fue como una hazaña que interpretaron como si la victoria de la Guerra Fría fuera de ellos. Todo ocurrió de una forma muy distinta: en algunas partes hubo levantamientos y en otras la revolución llegó gracias al coraje de unos pocos. Ciertos caprichos del destino también jugaron un papel importante. Yo estaba en Berlín oriental el 9 de noviembre de 1989, la noche en que cayó el Muro, y sé que ese momento épico de la historia universal ocurrió por puro accidente, por un pequeño error humano.
¿Cuál fue ese error humano?
Comparado con otros movimientos históricos decisivos, la caída del Muro de Berlín fue bastante improvisada, lo accidental jugó un papel muy importante. ¿Acaso hubiera caído sin el desatino del vocero del gobierno Gunter Schabowski? Por error, en una rueda de prensa del 9 de noviembre de 1989, él contestó a los periodistas que la autorización de desplazamiento de los alemanes a otros países firmada por el Gobierno empezaba a regir inmediatamente, hecho que generó una automática estampida de ciudadanos hacia los puntos de control fronterizo con la intención de escapar de Berlín oriental, situación que finalmente se dio.
¿Cuál fue, para usted, el momento más impactante de todo el proceso?
Por extraño que parezca, lo que mayor impresión me causó fue mi primer viaje al Este, a Budapest (Hungría), a finales de 1988, un año antes de la caída del Muro. El nuevo ministro de Justicia húngaro, Kalman Kuclsar, que estaba a cargo de encarcelar a los enemigos del régimen, empezaba a hablar de democracia y elecciones libres. Al percatarse de mi escepticismo me mostró una copia de la Constitución de Estados Unidos y de la Carta de Derechos. "Marque mis palabras -dijo el dirigente-. Esta será nuestra Constitución antes del fin de año". En ese momento supe que algo histórico que cambiaría nuestro mundo estaba preparándose.
Usted también le resta mérito a Mijail Gorbachov...
Si el premier soviético de la era, Mijail Gorbachov, merece un crédito enorme, es por mantener sus manos afuera mientras el imperio ruso se derrumbaba.
¿Cómo se reflejan hoy los acontecimientos de 1989?
Ese año de revolución fue histórico. Cambió el mundo de forma literal, no metafórica. Puso fin a décadas de división geopolítica: Oeste contra Este, el mundo libre contra el mundo no libre. Creó el escenario de nuestra era moderna de globalización y el gran boom económico que ha arrojado a millones de personas a la pobreza. Hizo posible el ascenso de Asia y el actual cambio transpacífico del poder que dominará el siglo XXI. La Guerra Fría afectó a mucha gente del mundo, pero su fin afectó a muchos más.
¿Qué sorpresa se llevarán los lectores de El año que cambió el mundo?
Sobre todo, la cautela con el triunfalismo, la cautela con la mitología. Nosotros, especialmente los estadounidenses, no tenemos mayor idea de cómo realmente terminó la Guerra Fría. Todavía creemos que la ganamos. A lo largo de los años noventa, la gente hablaba emocionadamente de un gran 'momento unipolar', del 'imperio americano' y de 'el fin de la historia'. Hoy la historia está de regreso. Hay una línea muy directa entre la desatinada noción de que Estados Unidos ganó la Guerra Fría en virtud de su gran fuerza militar y de la política internacional de confrontación, y nuestra desgracia en Irak.
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