Los uruguayos son más intolerantes de lo que ellos creen y tienden no sólo a desestimar al adversario político sino algunas veces a desacreditarlo, lo cual no es saludable para la convivencia, para el manejo de los valores, para el conocimiento de los congéneres ni para la cohesión social. Creer que los buenos somos nosotros y los malos son ellos -como ocurre en ciertos sectores ideológicos- es una de las formas de devaluar el sentimiento democrático, pero es también una manera de erizar los enconos y poner en riesgo las posibilidades de una verdadera paz dentro de la comunidad. Por razones no sólo terapéuticas, siempre es bueno escuchar las motivaciones que tiene el comportamiento del otro, tratar de comprenderlas y admitirlas, por más que discrepen con las que uno sostiene. Ese reconocimiento, que no es fácil de alcanzar, constituye sin embargo el camino hacia una coexistencia armónica y un clima pacífico, rasgos esenciales para que una sociedad pueda ser habitable.
Después del remolino de las elecciones nacionales, hablar de una sociedad habitable consiste en defender la estabilidad de esa coexistencia entre sectores y tendencias. Cuando la paz social se destroza, como sucedió en el Uruguay a fines de los años 60, el ciudadano descubre lo que es un trasfondo de violencia, una sensación de riesgo, un miedo creciente ante la realidad que se oscurece y el futuro que tambalea. Su vida personal y familiar se descalabra, porque ya no existe el marco de confianza que conocía y tampoco las garantías bajo las cuales se amparaba toda su actividad y se formulaban todos sus planes. Recién entonces advierte la importancia que tiene una sociedad habitable, donde la gente sepa aceptar (y respetar) al prójimo y nadie enardezca al adversario por ningún motivo.
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Después del remolino de las elecciones nacionales, hablar de una sociedad habitable consiste en defender la estabilidad de esa coexistencia entre sectores y tendencias. Cuando la paz social se destroza, como sucedió en el Uruguay a fines de los años 60, el ciudadano descubre lo que es un trasfondo de violencia, una sensación de riesgo, un miedo creciente ante la realidad que se oscurece y el futuro que tambalea. Su vida personal y familiar se descalabra, porque ya no existe el marco de confianza que conocía y tampoco las garantías bajo las cuales se amparaba toda su actividad y se formulaban todos sus planes. Recién entonces advierte la importancia que tiene una sociedad habitable, donde la gente sepa aceptar (y respetar) al prójimo y nadie enardezca al adversario por ningún motivo.
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