martes, diciembre 29, 2009

Irán, en la tormenta

El gesto de fuerza con el que el régimen iraní trató de acallar a la oposición tras las elecciones de junio se ha vuelto en su contra: lejos de disminuir la tensión política por las sospechas de fraude que pesan sobre la victoria de Ahmadineyad, las protestas se han ampliado y extendido a las principales ciudades del país. El balance de las manifestaciones de los últimos días asciende a una docena de muertos según las autoridades, aunque la oposición estima que la cifra es aún mayor. De nada han servido los centenares de detenciones ni las condenas a muerte dictadas tras las revueltas del pasado verano contra la rabia creciente de los iraníes, que no se resignan a contemplar pasivamente la clausura de los escasos márgenes de evolución política que ofrecía un régimen cada vez más impopular.

Ahmadineyad y los sectores involucionistas han recurrido de nuevo a inventar enemigos exteriores para acusarlos del clima de insurrección que se está instalando en el país, y que regresa cíclicamente y a la menor oportunidad. Creen jugar con la ventaja de que la comunidad internacional, en particular Estados Unidos y sus aliados, mantendrá un tono contenido, si no un prudente silencio, para no conceder ninguna coartada a los ayatolás contra los manifestantes. Pero se trata de una ensoñación más que de una ventaja: los iraníes que se han echado a las calles saben que cuentan con la solidaridad de la opinión y los Gobiernos democráticos de todo el mundo, mientras que las autoridades de la República Islámica sólo suman oprobio al mucho que han cosechado durante tres décadas de tiranía.

El endurecimiento de la represión por parte de Ahmadineyad y los sectores involucionistas podría sentenciar la suerte de la República Islámica, en la medida en que está empujando hacia el mismo bando a los sectores reformistas del régimen y a quienes aspiran, simple y llanamente, a un Irán democrático. Esta constatación, transformada en temor sobre el futuro, es la que está produciendo disensiones en la cúpula espiritual de la Revolución, dividida entre los clérigos que siguen apostando por la dureza en la represión y los que no ven otra salida para garantizar el medio plazo que la negociación y, eventualmente, la reforma.

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