Ayer, después de un atroz cautiverio de más de 12 años y tres meses en poder de las Farc, recuperó la libertad el sargento Pablo Emilio Moncayo. Este joven uniformado de Sandoná (Nariño) se convirtió en símbolo nacional de la tragedia de los policías y militares secuestrados por la guerrilla, tras la marcha que su padre, el profesor Gustavo Moncayo, realizó hasta la Plaza de Bolívar en Bogotá por su liberación hace más de dos años. El domingo pasado terminó también el drama del soldado Josué Calvo, retenido en el Meta en el 2009 y con quien comenzó la doble entrega unilateral. Queda por concretar la promesa, hasta ahora incumplida por el grupo armado, de entregar los despojos mortales del mayor Julián Guevara.
Que ambas liberaciones, gestionadas por Colombianos por la Paz y con Brasil como país garante, hayan sido llevadas a cabo sin contratiempos es una excelente noticia para sus agobiadas familias. Esta, además, ha despertado la discusión pública sobre la puesta en marcha de un acuerdo humanitario en los últimos meses del gobierno actual. La eventual iniciativa contemplaría a los 21 uniformados que aún siguen pudriéndose en la selva, incluyendo a Libio José Martínez, quien fue secuestrado junto con Moncayo en Patascoy en 1997 y es ahora el secuestrado con más tiempo en las garras de las Farc.
Aunque tanto el Gobierno como la guerrilla han suavizado sus posiciones en tiempos recientes -por ejemplo, las Farc no piden despeje y el presidente Uribe no le cerró la puerta al intercambio-, sería erróneo suponer que el regreso de Moncayo y Calvo automáticamente le da viabilidad a un acuerdo de esta naturaleza.
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