El jueves a las 10 y cuarto de la noche, la voz de M.H. denotaba agotamiento. Un agotamiento, en cierto sentido, generacional. M. H. es una vietnamita-americana de segunda generación. Es decir, nació en Vietnam, pero a los 3 años sus padres huyeron a Estados Unidos. Porque después de la toma de Saigón por los comunistas, los victoriosos desataron una persecución implacable contra los ‘colaboracionistas’ de los estadounidenses y contra la minoría china.
Los padres de M.H., católicos y chinos, entraban dentro del grupo de los perseguidos. Así que se fueron. Ellos tuvieron suerte. Tenían conexiones, y pudieron abandonar el país sin necesidad de echarse al mar en pequeños barcos y botes, como otros mucho compatriotas, que se ganaron el apodo de los ‘boat people’ (‘la gente de los botes’). Su objetivo era desesperado: echarse al mar hasta que algún carguero o buque de guerra los encontrara y los llevara a un campo de refugiados. Un millón de vietnamitas hicieron eso. Al menos otro millón fue internado en ‘campos de reeducación’, un eufemismo de ‘campos de concentración’. Al menos 200.000 de ellos murieron.
Tras unos meses en un campo de refugiados, M.H y sus padres acabaron, al igual que otros 800.000 compatriotas, recibiendo asilo político en EEUU. Ahora, 35 años después de la caída de Saigón, la familia está fracturada. Por un lado, los padres, conservadores, que no hablan inglés y necesitan del apoyo de sus dos hijas para vivir en EEUU. Por otro, las hijas, demócratas hasta los tuétanos, que deben seguir una serie de prácticas típicas de Vietnam, pero ajenas a la cultura de EEUU.
Y, entre esas prácticas, está la de que los hijos compren una casa nueva a sus padres cuando éstos alcancen cierta edad, y vendan la antigua. Eso es lo que tenía agotada ayer a M.H. Sus padres viven en Filadelfia, a 200 kilómetros de Washington, donde ella reside, y coordinar toda la operación es una pesadilla logística. Todo sea por la tradición.
Tal era el esfuerzo que M.H. se había olvidado de que hoy se cumplen 35 años de la caída de Saigón. Ésa es una fecha que frecuentemente tiene en Washington no el aire de la derrota, sino del olvido. Algunos centenares de sudvietnamitas se manifiestan frente al Congreso. Y algunas decenas de veteranos de guerra van, a menos de dos kilómetros de distancia, a rendir un nuevo tributo a sus 58.261 compañeros muertos y desaparecidos, cuyos nombres están escritos en los 150 metros del muro que constituye el Monumento a los caídos en la guerra.
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