Es cierto que las desgracias unen, pero también es cierto que algunas desgracias unen más que otras. La desgracia de los 33 mineros chilenos atrapados en un precario refugio sin luz natural ni aire fresco, a 700 metros de profundidad, sin duda ha unido más que cualquier otra a todas las personas de cualquier nacionalidad que, al menos por un momento, repararon en la angustia que puede significar estar en esa dramática situación e incluso en la de sus familiares y amigos, pendientes del desenlace en el puesto de avanzada que, durante 69 días de zozobra, desde anteanoche hizo honor a su nombre: campamento Esperanza.
El histórico y conmovedor rescate de los mineros, uno a uno en el tiempo necesario para llevarlos a la superficie, resultó ser un tributo a la mejor acepción de la palabra "unidad".
Tanto ellos, organizados durante los 17 días en los cuales tuvieron que racionar los víveres disponibles para sólo tres jornadas y alimentarse con apenas dos cucharadas de atún, como el presidente de Chile, Sebastián Piñera, y toda la sociedad, sin distinción de banderías políticas o clases sociales, demostraron ser tan sólidos como la roca al hablar con una sola voz y, sin fisuras, lograr que los mineros retornaran sanos y salvos a la superficie.
Era una empresa mayor, colosal, imposible de medir en mezquinos términos políticos. En Chile, el orgullo nacional quedó inscripto en su mero nombre, grabado en la cápsula Fénix 2, y en su bandera, desplegada en el refugio y en la superficie como la salvaguarda común de esos hombres bravos que, puro coraje, supieron organizarse para no desesperarse y contenerse para no dispersarse.
Primó entre ellos la confianza, más allá de los lógicos y comprensibles arranques de furia y desesperación que pudieron haber sufrido. Ese papelito que sacudió al mundo con la primera señal de vida de los 33 dejó en evidencia hasta qué punto el ser humano es capaz de soportar condiciones adversas en su afán de sobrevivir.
Ningún país necesita una prueba de fuego semejante para que un presidente nuevo como Piñera, desentendido de la seguidilla de gobiernos socialistas y democristianos de la Concertación que dominaron La Moneda desde el final de la dictadura militar y de otros que se precian de ser "progresistas", se calzara el casco y, firme al lado del hoyo del cual iban a volver a la vida los mineros, confiara en fundirse en abrazos con ellos hasta que se selle en forma definitiva esa trampa mortal que dejó al desnudo la precariedad laboral que muchas veces es pública y notoria en América latina.
Los 33 y otros 300 que trabajaban en la mina San José llevaban dos meses sin cobrar; sus salarios no alcanzaban los mil dólares mensuales.
Desde hace más de una semana ondean banderas de Chile en Copiapó. El país presentía que el desenlace iba a ser feliz y que los rescatistas, así como quienes condujeron el complejo operativo, iban a convertirse en algo así como héroes nacionales. No da envidia. Despierta admiración y, en el fondo, nostalgia: ¿cuánto hace que los argentinos no nos enorgullecemos de nosotros mismos como sociedad en lugar de vanagloriarnos por el crédito de un polo o un sector en particular?
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