Una de las principales organizaciones que integran lo que se conoce como el movimiento Tea Party, los Tea Party Patriots, ha hecho esta semana una encuesta entre sus afiliados para medir su estado de ánimo en este momento tan decisivo de la política norteamericana: un 98,8% se opone a la política de Barack Obama, un 97,6% desaprueba al Senado (de mayoría demócrata), un 71,7% critica a la Cámara de Representantes (dominada por los republicanos) y un 81,5% está insatisfecho con el liderazgo del Partido Republicano por considerarlo demasiado moderado. Es decir, casi la totalidad abomina del comportamiento de las principales instituciones del sistema político norteamericano.
Sus opiniones contrastan con las de la mayoría de los ciudadanos. Según una encuesta del Instituto Pew, un 68% de la población está a favor de un acuerdo para elevar el techo de deuda del Gobierno, aunque eso signifique hacer concesiones en las posiciones que cada partido defiende.
Lo llamativo de la situación actual es que el Partido Republicano, al menos hasta este momento, presta más atención a la primera que a la segunda encuesta. Es la prueba de hasta qué punto los radicales del Tea Party están influyendo en los acontecimientos y disfrutando de más gloria de la que nunca soñaron.
El Tea Party entró en la escena política norteamericana en el verano de 2009 con la promesa de limpiar Washington, sanear sus instituciones, acabar con la clase política tradicional y devolver el protagonismo al pueblo, al viejo estilo de la revolución estadounidense, de donde toma su nombre.
Para ello, era imprescindible primero deslegitimar las instituciones que pretendía derribar. Y, como se daba la circunstancia de que los demócratas ocupaban entonces todas esas instituciones y había elecciones parlamentarias en el horizonte, el Partido Republicano abrazó esa causa con furor.
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