Ancianos que se desvanecían de dolor, aguerridos soldados que lloraban como niños y mujeres desconsoladas que forcejeaban con la policía para acercarse un poco más a la calzada. Frente a ellos pasaba, por última vez, el dictador que durante los últimos 17 años reprimió brutalmente al pueblo norcoreano y encarceló a todo el que no le mostró adoración absoluta.
Incluso muerto, Kim Jong Il demostró seguir controlando con mano de hierro el destino de sus súbditos.
Los dos locutores de la televisión norcoreana KCTV -la única permitida- narraron la procesión fúnebre entre sollozos silenciados solo para que pudieran escucharse los de cientos de miles de norcoreanos que permanecían a la intemperie bajo una intensa nevada. "Prueba de que los cielos también están llorando", anunció la propaganda oficial.
El régimen norcoreano despidió a su último líder organizando una nueva escena de histerismo colectivo, el colofón a 11 días de luto nacional en el que los ciudadanos han competido por mostrar la mayor desesperación posible ante la muerte del dictador.
Es difícil determinar quienes fingen y quienes sienten la pérdida en una nación donde todo, desde el empleo que se ocupa al lugar donde se reside, es decidido por el gobierno.
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