La intervención de YPF por el Estado nacional y el anuncio del proyecto de ley tendiente a imponer la confiscación del 51 por ciento de su patrimonio constituyen un nuevo avance sobre el sector privado de un gobierno que ha demostrado cabalmente su incapacidad para operar empresas comerciales.
Es, además, una fiel demostración del fracaso de la política en materia energética de los gobiernos kirchneristas, caracterizada por una clara falta de rumbo, evidenciada en la fuerte caída de la producción de gas y petróleo y en la pérdida del autoabastecimiento.
Hasta antes de las últimas elecciones presidenciales, la crisis energética no existía en el libreto oficial. Era apenas un invento de la prensa o una muestra de los intentos destituyentes de ciertos sectores críticos del Gobierno, de acuerdo con el relato gubernamental.
Sin embargo, la crisis era inocultable. Durante el año último, a título de simple muestra, la producción de petróleo crudo sólo alcanzó los 29,8 millones de metros cúbicos, cuando en 2003, año en que Néstor Kirchner asumió la presidencia de la Nación, había sido de 43 millones de metros cúbicos.
La Argentina concluyó el año pasado con un déficit energético cercano a los 4000 millones de dólares, con exportaciones que cayeron en una cuarta parte e importaciones que crecieron más del 50 por ciento. Una situación que dista mucho de la de 2006, cuando el país podía ostentar un superávit comercial de combustibles y energía cercano a los 6000 millones de dólares, casi la mitad del saldo positivo de la balanza comercial total.
Como hemos señalado en esta columna editorial un mes atrás, la Argentina estuvo alegremente importando energía a precios internacionales con el propósito de satisfacer la demanda doméstica, mientras los precios locales, regulados, no tenían relación alguna con los costos de producción y distribución ni con el costo de las importaciones.
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