El papa Francisco llegó por fin a la periferia. Después de repetir una y otra vez desde hace cuatro meses que la Iglesia debe abandonar el centro —los cómodos palacios del ensimismamiento— y buscar los arrabales del mundo, allá donde falta el pan y la justicia, Jorge Mario Bergoglio llegó a una favela de Río de Janeiro, se mezcló con su gente y lanzó un mensaje muy nítido: “Ningún esfuerzo de pacificación será duradero para una sociedad que ignora, margina y abandona en la periferia a una parte de sí misma. La medida de la grandeza de una sociedad está determinada por la forma en que trata a quien está más necesitado, a quien no tiene más que su pobreza”.
Después de recorrer Varginha, una barriada de unas 2.000 personas en el corazón de la favela de Manguinhos, el Papa dirigió un mensaje a los jóvenes, verdaderos protagonistas de las últimas protestas en Brasil, para pedirles que no se abandonen al desánimo: “Ustedes tienen una especial sensibilidad ante la injusticia, pero a menudo se sienten defraudados por los casos de corrupción, por las personas que, en lugar de buscar el bien común, persiguen su propio interés. A ustedes y a todos les repito: nunca se desanimen, no pierdan la confianza, no dejen que la esperanza se apague. La realidad puede cambiar, el hombre puede cambiar. No se habitúen al mal, sino a vencerlo”.
El Papa de la sonrisa y el utilitario no presenta jamás a Jesús como el Todopoderoso que todo lo ve, dispuesto a condenar al infierno a quien se pase de la raya, sino como un Cristo que dudó y sufrió en la cruz, dispuesto siempre a echar una mano. Tal vez pertenezcan a la misma empresa y vendan el mismo producto, pero el cardenal español Rouco Varela —por poner solo un ejemplo— y el obispo argentino de Roma utilizan aromas muy distintos. De las bolas de alcanfor al agua fresca. De la resignación cristiana a la santa indignación.
En su discurso en la favela, Jorge Mario Bergoglio dijo: “Me gustaría hacer un llamamiento a quienes tienen más recursos, a los poderes públicos y a todos los hombres de buena voluntad comprometidos en la justicia social: que no se cansen de trabajar por un mundo más justo y más solidario. Nadie puede permanecer indiferente ante las desigualdades que aún existen en el mundo. Que cada uno, según sus posibilidades y responsabilidades, ofrezca su contribución para poner fin a tantas injusticias sociales. No es la cultura del egoísmo, del individualismo, que muchas veces regula nuestra sociedad, la que construye y lleva a un mundo más habitable, sino la cultura de la solidaridad; no ver en el otro un competidor, sino un hermano”.
Al llegar a la favela de Varginha, el papa Francisco tardó dos frases en meterse a la gente en el bolsillo. Dijo que, ya desde el principio, al programar el viaje a Brasil, su deseo era visitar los barrios: “Habría querido llamar a cada puerta, decir buenos días, pedir un vaso de agua fresca, tomar un cafezinho, ¡no un poco de cachaza [aguardiente de caña]!, hablar como amigo de casa, escuchar el corazón de cada uno, de los padres, los hijos, los abuelos. ¡Pero Brasil es tan grande! Así que elegí venir aquí…”. Al corazón de la pobreza y la violencia. Hasta hace siete meses, el control de la favela de Manguinhos lo ejercían los narcos locales, a tiro limpio contra la policía y los sicarios vecinos. Ahora existe una paz precaria, artificial, impuesta a culatazos.
De las 500 favelas de Río, solo unas 20 han sido pacificadas. Son la excepción. La realidad es más dura. El 6% de los brasileños —unos 11 millones de personas— sigue viviendo en favelas donde los servicios más básicos son artículos de lujo. La visita cordial del papa Francisco los sacó de la invisibilidad por unas horas. Amara Oliveira, de 82 años, incluso se hizo la manicura. Su casa fue una de las preseleccionadas para recibir al Papa. En los días anteriores a la visita contó que toda su vida trabajó de taquillera en un cine, pero que ni siquiera le alcanzó para ver una película. Es el destino de una estirpe que tiene prohibido hasta soñar.
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