Desde siempre ha sido una idea muy discutida pero, últimamente, la polémica se ha enardecido. En ésta, como en tantas otras cosas, el terrorismo está fijando la agenda al acicatearnos y forzarnos a reaccionar. Su propósito es convertir nuestras diferencias en divisiones que, luego, les sirvan de justificativo. No cabe duda de que resulta más difícil ensalzar las virtudes del pluralismo cultural cuando hasta las mujeres belgas cometen atentados suicidas, persuadidas por sus compatriotas de ascendencia norafricana. Los actores, entre otros, intentan desactivar (un verbo inapropiado) los temores del público afrontándolos: "Mi nombre es Shazia Mirza o, al menos, eso dice mi licencia de piloto". Pero hará falta algo más que comedias para calmar los ánimos. En el centro del debate está Gran Bretaña, la nación europea más decididamente "multiculturalista". Según algunas encuestas, su pueblo mantuvo su apoyo al multiculturalismo aun en los días subsiguientes a los atentados del 7 de julio, aunque muchos comentaristas han sido menos afirmativos. David Goodhart, director de la revista Prospect, plantea la vieja pregunta filosófica: "¿Quién es mi hermano?" y propone la posibilidad de que una sociedad demasiado diversificada se torne insostenible. El reverendo John Sentamu, primer arzobispo británico de raza negra, acusa al multiculturalismo de ser nocivo para la idiosincrasia inglesa. El gobierno británico ha anunciado que, de ahora en más, los nuevos ciudadanos deberán aprobar un "test de britanicidad". El pasaporte será una especie de licencia de conductor: demostrará que el titular ha aprendido las nuevas normas de tránsito nacionalistas. En el otro extremo del espectro, Karen Chouhan, de 1990 Trust (una organización de derechos humanos dirigida por negros), afirma con insistencia: "Tenemos que llevar adelante un debate serio respecto de hasta dónde debemos seguir abordando la discriminación racial en todos los rincones de la sociedad, en vez de relegarla obligando a todos a ser más británicos (blancos)". El profesor Bhikhu Parekh redefine el multiculturalismo como la creencia de que "ninguna cultura es perfecta o representa el estilo de vida óptimo y, por tanto, puede salir beneficiada de un diálogo crítico con otras culturas. (...) Gran Bretaña es, y debe seguir siendo, una sociedad multicultural, democrática, llena de vitalidad, que debe combinar el respeto a la diversidad con ciertos valores comunes". A quienes, como yo, la emigración les transformó la vida, nos es imposible evaluar tales actos con absoluta objetividad. He pasado gran parte de mi vida literaria exaltando el potencial de creatividad y renovación de los encuentros y roces culturales, hoy comunes en nuestro tan trasplantado mundo. Además, como lo señala constantemente el público, tengo un segundo motivo para polemizar. La controversia en torno a mi libro Versos satánicos fue un momento crucial en la forjadura de una identidad y un programa político para los musulmanes británicos. No se me escapó la ironía de que una obra artística laica inflamara a poderosas fuerzas comunalistas contrarias al laicismo, "musulmanas" en vez de "asiáticas". Y admito que eso convirtió la discusión sobre el multiculturalismo en un debate interior, una disputa dentro de mi yo. No estoy solo. Todos llevamos adentro una mezcla de culturas, con sus contradicciones irreconciliables. Todos somos mestizos culturales en nuestras ciudades hinchadas, políglotas, "el locus classicus de las realidades incompatibles", como las califica un personaje de Versos satánicos. Y, hasta cierto punto, en todos arde ese debate interior. Es importante, pues, distinguir entre la cultura polifacética y el multiculturalismo. En la era de Internet y las migraciones masivas, la pluralidad cultural es un hecho tan irreversible como la globalización. Nos guste o no, vivimos en ella. El sueño de una cultura única y pura es, en el mejor de los casos, una quimera nostálgica y, en el peor, una amenaza a la vida. Por ejemplo, cuando las ideas de pureza racial, religiosa o cultural se transforman en programas de "limpieza étnica". O cuando, en la India, los fanáticos hindúes atacan la "falsedad" de la experiencia musulmana o los ideólogos islámicos incitan a los jóvenes a morir por una fe "pura", no adulterada por la duda o la compasión. La "pureza" es una consigna que lleva a la segregación y las explosiones. ¡No más pureza! Por favor, un poco más de impureza, de suciedad, y un poco menos de limpieza. Así, todos dormiremos más tranquilos. Sin embargo, cabe señalar que, con excesiva frecuencia, el multiculturalismo se ha vuelto un mero relativismo cultural, una proposición mucho menos defendible, un pretexto para justificar muchas cosas reaccionarias y opresivas. Por ejemplo, la opresión de la mujer. Los británicos conciben el multiculturalismo como la coexistencia pacífica de diferentes culturas, al amparo de una Pax Britannica vagamente definida. Esta noción fue gravemente socavada por quienes cometieron los atentados del 7 de julio y por la cultura hostil, de gueto, de la que surgieron. Entre los demás modelos sociales disponibles, la "asimilación plena" -esa talla universal, homogeneizadora- parece no sólo indeseable, sino inviable. Quedarían los "valores medulares" a que alude Parekh. El "test de britanicidad" (o, al menos, el proyecto actual) es una parodia grotesca de ellos. Cuando nosotros, como individuos, escogemos y mezclamos elementos culturales para uso propio, no actuamos en forma indiscriminada, sino conforme a nuestra índole. Las sociedades también deben conservar la capacidad de discriminar, de aceptar o rechazar, de valorar algunas cosas por encima de otras y de insistir en que todos sus miembros acepten esos valores. Este es el interrogante de nuestro tiempo: una comunidad fracturada, con diversas culturas, ¿cómo decide qué valores debe compartir para unirse y cómo puede insistir en inculcar esos valores, aun cuando choquen con las tradiciones y creencias de algunos ciudadanos? Quizá vislumbremos una respuesta invirtiendo la pregunta: ¿qué les debe una sociedad a sus ciudadanos? Los tumultos en Francia demuestran una verdad desnuda: si la gente no se siente incluida en la idea nacional, a la larga, su alienación estallará en ira. Chouhan y otros tienen razón cuando insisten en que es preciso abordar urgentemente los problemas de justicia social, racismo y desposeimiento. Si queremos construir una sociedad pluralista sobre los cimientos de aquello que nos une, debemos encarar lo que nos divide. No podemos eludir los interrogantes sobre las libertades esenciales y las lealtades primarias. Ninguna sociedad, por muy tolerante que sea, puede abrigar la esperanza de medrar si sus ciudadanos no aprecian el significado de su ciudadanía. Si, cuando les preguntan qué representan y defienden como franceses, hindúes, norteamericanos o británicos, no pueden dar una respuesta clara.
Análisis de la Actualidad Internacional puesta en Perspectiva
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Libardo Buitrago
Analista Internacional, Periodista, Diplomático, Profesor, Analista de Política Internacional, publicando desde Santiago de Chile.
Director de la Escuela de Periodismo de la Universidad del Pacífico
Asesor estratégico de empresas y especialista en manejo de crisis.
Licenciado en Comunicación Social de la Universidad del Pacífico, Diplomado en Estudios Norteamericanos del Instituto de Ciencia Política de la Universidad de Chile, Magister del Instituto de Ciencias Políticas de la misma universidad y MBA en Dirección General de Empresas en el Institute for Executive Development de Madrid IEDE.
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