Era de esperar que el Gobierno, precisamente por la dimensión de la derrota sufrida en el Congreso, admitiera su revés sin demoras y, al mismo tiempo, sin tremendismos. Como el desempeño de sus bancadas en una y otra cámara había dejado mucho que desear y había desnudado la magnitud de un éxodo que, si bien no se hizo notar tanto en el nivel de los diputados oficialistas, entre los senadores significó un punto de inflexión decisivo, resultaba menester un examen de conciencia serio.
No era cuestión de pedirle al kirchnerismo que se bajase de sus convicciones o que abjurase, en atención a su condición de perdedor, de todo cuanto había hecho en el curso de los últimos cuatro años y medio. Pero para aclarar las cosas, conjurar el enrarecimiento del clima político que se había hecho palpable desde el comienzo de la puja con el campo y, sobre todo, para oxigenar una gestión de gobierno que pedía a gritos otros modos y otras caras, la Presidenta debía hablarle a la sociedad con claridad. Pues bien, nada de eso ha sucedido. Casi podría decirse que pasó lo contrario.
Es como si Néstor y Cristina Fernández se hubiesen ofendido con un resultado, de suyo inobjetable, que horas antes, cuando estaban seguros de ganar, habían prometido aceptar. Cosa que hicieron, es cierto, aunque no sin una dosis de falta de realismo y resentimiento visibles en sus decisiones y declaraciones posteriores a ese jueves para ellos fatídico.
En vano, la Presidenta y su marido dijeron "esta boca es mía" respecto no sólo de la porfía con el sector rural, sino de la crisis que atraviesa el país. Porque en el transcurso de estos cuatro meses febriles, que pusieron al descubierto la quiebra de la relación del mando y la obediencia entre el kirchnerismo y la ciudadanía, no hubo, apenas, una puja accidental de la cual el Gobierno salió maltrecho. Hubo más que eso: se clausuró el proyecto hegemónico que Néstor Kirchner venía impulsando desde su asunción, en mayo de 2003.
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No era cuestión de pedirle al kirchnerismo que se bajase de sus convicciones o que abjurase, en atención a su condición de perdedor, de todo cuanto había hecho en el curso de los últimos cuatro años y medio. Pero para aclarar las cosas, conjurar el enrarecimiento del clima político que se había hecho palpable desde el comienzo de la puja con el campo y, sobre todo, para oxigenar una gestión de gobierno que pedía a gritos otros modos y otras caras, la Presidenta debía hablarle a la sociedad con claridad. Pues bien, nada de eso ha sucedido. Casi podría decirse que pasó lo contrario.
Es como si Néstor y Cristina Fernández se hubiesen ofendido con un resultado, de suyo inobjetable, que horas antes, cuando estaban seguros de ganar, habían prometido aceptar. Cosa que hicieron, es cierto, aunque no sin una dosis de falta de realismo y resentimiento visibles en sus decisiones y declaraciones posteriores a ese jueves para ellos fatídico.
En vano, la Presidenta y su marido dijeron "esta boca es mía" respecto no sólo de la porfía con el sector rural, sino de la crisis que atraviesa el país. Porque en el transcurso de estos cuatro meses febriles, que pusieron al descubierto la quiebra de la relación del mando y la obediencia entre el kirchnerismo y la ciudadanía, no hubo, apenas, una puja accidental de la cual el Gobierno salió maltrecho. Hubo más que eso: se clausuró el proyecto hegemónico que Néstor Kirchner venía impulsando desde su asunción, en mayo de 2003.
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