Yuri Gagarin nos recibe con los brazos abiertos, casi con pose crucificada. Con sonrisa beatífica, la colosal escultura de bronce del primer cosmonauta de la Historia da la bienvenida al visitante sobre un fondo de vidrieras coloreadas, detalle que acentúa la impronta religiosa de la antesala del museo.
Estamos en el santuario del espacio, en el renovado museo de la cosmonáutica de Moscú, una espaciosa catacumba excavada bajo el monumento a los conquistadores del espacio, un cohete sostenido sobre una descomunal estela de titanio de 100 metros de altura levantada en 1964 junto a la estación de metro VDNJ, en la órbita exterior de la capital rusa.
Si Moscú lanzó al primer hombre al espacio, ahora quiere poner el espacio al alcance del hombre. Sentarse a comer una chocolatina espacial en una réplica de la estación orbital Mir (1986-2001), coquetear con la claustrofobia encerrándose en una cápsula Soyuz o seguir el rastro de la Estación Espacial Internacional (ISS) en un mini-centro de Control de Vuelos son algunas de las sensaciones que propone este museo sin vitrinas donde las naves están al alcance de la mano. «Todavía tenemos que inaugurar una sala de proyección y otra de ordenadores», asegura a EL MUNDO Irina Nikolaevna, vicedirectora del museo.
Junto al presente tecnológico conviven joyas de la edad de piedra de la ingeniería espacial soviética, tales como la cápsula de la nave Vostok-1 en la que Gagarin regresó a Tierra, un lunojod (artefacto lunar rodante) o el Sputnik-5, la jaula original en la que fueron lanzadas al espacio en 1960 las perritas Belka y Strelka, que regresaron sanas y salvas a diferencia de su congénere Laika, que en 1957 murió en órbita tras convertirse en el primer ser vivo lanzado al espacio. R2-D2 pasaría desapercibido entre muchos de estos ingenios plateados.
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Estamos en el santuario del espacio, en el renovado museo de la cosmonáutica de Moscú, una espaciosa catacumba excavada bajo el monumento a los conquistadores del espacio, un cohete sostenido sobre una descomunal estela de titanio de 100 metros de altura levantada en 1964 junto a la estación de metro VDNJ, en la órbita exterior de la capital rusa.
Si Moscú lanzó al primer hombre al espacio, ahora quiere poner el espacio al alcance del hombre. Sentarse a comer una chocolatina espacial en una réplica de la estación orbital Mir (1986-2001), coquetear con la claustrofobia encerrándose en una cápsula Soyuz o seguir el rastro de la Estación Espacial Internacional (ISS) en un mini-centro de Control de Vuelos son algunas de las sensaciones que propone este museo sin vitrinas donde las naves están al alcance de la mano. «Todavía tenemos que inaugurar una sala de proyección y otra de ordenadores», asegura a EL MUNDO Irina Nikolaevna, vicedirectora del museo.
Junto al presente tecnológico conviven joyas de la edad de piedra de la ingeniería espacial soviética, tales como la cápsula de la nave Vostok-1 en la que Gagarin regresó a Tierra, un lunojod (artefacto lunar rodante) o el Sputnik-5, la jaula original en la que fueron lanzadas al espacio en 1960 las perritas Belka y Strelka, que regresaron sanas y salvas a diferencia de su congénere Laika, que en 1957 murió en órbita tras convertirse en el primer ser vivo lanzado al espacio. R2-D2 pasaría desapercibido entre muchos de estos ingenios plateados.
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