El cambio de la política de Estados Unidos hacia Cuba no es ni lo más sorprendente ni lo más importante de la V Cumbre de las Américas. Esto iba a suceder aunque la cumbre no hubiese tenido lugar.
De hecho, la liberalización de la política de Estados Unidos hacia Cuba es un proceso ya en marcha y que poco tiene que ver con la reunión en Trinidad y Tobago. Lo más importante y menos discutido de esta cumbre son las profundas divergencias políticas que hoy separan a los gobiernos latinoamericanos.
Un dato revelador acerca de la V Cumbre de las Américas es que ningún país quería ser la sede de esta reunión. Una de las pocas decisiones concretas que se toman en estos cónclaves presidenciales es dónde van a reunirse de nuevo. Pero hasta esta decisión resultó ser demasiado exigente para los gobiernos que en 2005 participaron en la tumultuosa IV Cumbre de las Américas en Mar del Plata. Nadie se ofreció a hospedar la siguiente reunión y sólo después de un complicado proceso de consultas y negociaciones el gobierno de Trinidad y Tobago accedió a invitar a los 34 mandatarios del continente a reunirse en su capital. Y así llegamos a la cumbre del calipso, el espectáculo de contorsiones retóricas al son de las maravillosas steel bands del Caribe inglés, en la que sucedió prácticamente lo mismo.
La reticencia a hospedar la cumbre americana no se debe ni a la flojera ni a la súbita austeridad de los gobiernos. Más bien es porque, en los tiempos que corren, reunir a los gobernantes de las Américas equivale a organizar una convención de perros y gatos. Muchos de ellos no se llevan bien, y salvo el consenso en pedir a Washington que levante el embargo a Cuba, son pocas las convergencias entre los mandatarios.
Muchos están políticamente más cerca de Estados Unidos que de sus países vecinos. El brasileño Lula da Silva se lleva mejor con Barack Obama que con la argentina Cristina Kirchner; el mexicano Felipe Calderón, el colombiano Alvaro Uribe y la chilena Michelle Bachelet están mucho más cerca de las posiciones de Estados Unidos que de las de sus colegas de Venezuela, Ecuador o Nicaragua. Las políticas de Perú o Uruguay tienen más afinidades con las estadounidenses que con las de Bolivia o Paraguay. Lo mismo se puede decir de las diferencias entre Costa Rica y Honduras.
Las diferencias surgen por visiones y conductas muy distintas en la lucha contra la pobreza, la desigualdad y la exclusión; en el papel que deben tener el Estado y el mercado; en cómo tratar a los inversores nacionales y extranjeros; en cómo relacionarse con Estados Unidos y cuáles son los países de otros continentes con los que hay que aliarse. También hay entre los mandatarios latinoamericanos divergencias acerca de la concepción misma de la democracia, sobre la independencia que deben tener en la práctica el Poder Judicial y el Legislativo, y en la manera de tratar a la oposición política.
Siga leyendo el artículo de Moisés Naim para LA NACION de Buenos Aires
De hecho, la liberalización de la política de Estados Unidos hacia Cuba es un proceso ya en marcha y que poco tiene que ver con la reunión en Trinidad y Tobago. Lo más importante y menos discutido de esta cumbre son las profundas divergencias políticas que hoy separan a los gobiernos latinoamericanos.
Un dato revelador acerca de la V Cumbre de las Américas es que ningún país quería ser la sede de esta reunión. Una de las pocas decisiones concretas que se toman en estos cónclaves presidenciales es dónde van a reunirse de nuevo. Pero hasta esta decisión resultó ser demasiado exigente para los gobiernos que en 2005 participaron en la tumultuosa IV Cumbre de las Américas en Mar del Plata. Nadie se ofreció a hospedar la siguiente reunión y sólo después de un complicado proceso de consultas y negociaciones el gobierno de Trinidad y Tobago accedió a invitar a los 34 mandatarios del continente a reunirse en su capital. Y así llegamos a la cumbre del calipso, el espectáculo de contorsiones retóricas al son de las maravillosas steel bands del Caribe inglés, en la que sucedió prácticamente lo mismo.
La reticencia a hospedar la cumbre americana no se debe ni a la flojera ni a la súbita austeridad de los gobiernos. Más bien es porque, en los tiempos que corren, reunir a los gobernantes de las Américas equivale a organizar una convención de perros y gatos. Muchos de ellos no se llevan bien, y salvo el consenso en pedir a Washington que levante el embargo a Cuba, son pocas las convergencias entre los mandatarios.
Muchos están políticamente más cerca de Estados Unidos que de sus países vecinos. El brasileño Lula da Silva se lleva mejor con Barack Obama que con la argentina Cristina Kirchner; el mexicano Felipe Calderón, el colombiano Alvaro Uribe y la chilena Michelle Bachelet están mucho más cerca de las posiciones de Estados Unidos que de las de sus colegas de Venezuela, Ecuador o Nicaragua. Las políticas de Perú o Uruguay tienen más afinidades con las estadounidenses que con las de Bolivia o Paraguay. Lo mismo se puede decir de las diferencias entre Costa Rica y Honduras.
Las diferencias surgen por visiones y conductas muy distintas en la lucha contra la pobreza, la desigualdad y la exclusión; en el papel que deben tener el Estado y el mercado; en cómo tratar a los inversores nacionales y extranjeros; en cómo relacionarse con Estados Unidos y cuáles son los países de otros continentes con los que hay que aliarse. También hay entre los mandatarios latinoamericanos divergencias acerca de la concepción misma de la democracia, sobre la independencia que deben tener en la práctica el Poder Judicial y el Legislativo, y en la manera de tratar a la oposición política.
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