José Miguel Insulza es un hombre de oficio y experiencia que puede ser mencionado entre la élite de la clase política latinoamericana de los últimos 20 años. Su manejo, desde posiciones relevantes del Gobierno chileno, de la crisis provocada por la detención de Pinochet en Londres a finales de los años noventa, es un ejemplo de voluntad, intuición y pragmatismo, sus mejores cualidades.
Esos méritos le son reconocidos desde hace tiempo por sus compatriotas y por muchos de sus colegas en la región. Y por eso su elección, hace cinco años, como secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA) fue recibida como una buena oportunidad. La oposición de Estados Unidos sólo se justificaba entonces por la lógica hostilidad de una Administración ultraconservadora hacia un dirigente de credenciales socialistas.
Insulza fue reelegido ayer por aclamación para un nuevo mandato de cinco años, pero esta vez la decisión no es tanto la consecuencia de las virtudes del candidato como la prueba de las carencias de la OEA y de los países que la integran. Es de suponer que Insulza no habrá perdido sus habilidades y es posible, por tanto, que sea capaz de hacer un buen trabajo. Pero no es por eso por lo que él se ha presentado ni es por eso por lo que ha sido elegido.
Insulza ha optado a la reelección porque no pudo cumplir sus aspiraciones de ser candidato presidencial en Chile, como pretendió afanosamente durante una buena parte de su primer mandato en la OEA. No asumirá el puesto movido, como la primera vez, por el ánimo de demostrar sus condiciones como estadista y ganar prestigio y fama internacional. Seguirá, quizá animado a lavar su imagen ante algunos que la han ensuciado, pero sobre todo para prolongar durante cinco años una vida política que, de otra forma, hubiera llegado a su fin.
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