Nada se puede reprochar a las autoridades por haber cerrado el espacio aéreo ante la más mínima duda sobre los efectos de la nube de cenizas provocada por la erupción del volcán Eyjafjalla en la seguridad de los aviones. Cuestión diferente es, sin embargo, la gestión de los efectos de ese cierre, que ha provocado la cancelación de cerca de 100.000 vuelos y dejado desatendidos y en situación precaria a siete millones de pasajeros. El caos aéreo vivido en Europa durante la última semana ha sido mayor y más prolongado que el provocado por los atentados del 11 de septiembre. La erupción del volcán islandés y su virulencia no eran previsibles, pero sí las consecuencias que sobre pasajeros y mercancías tendría la clausura del espacio aéreo. Y en este aspecto han fallado estrepitosamente las respuestas.
Los organismos oficiales y las compañías han actuado desde el inicio de esta crisis con inexplicable descoordinación ante la suerte de los afectados, trasladándose entre sí las respectivas responsabilidades y escatimando medios y recursos para hacerles frente. Miles de pasajeros se han visto obligados a deambular por los aeropuertos sin información y sin atención por parte de las aerolíneas, que se han limitado a remitir a páginas web y a teléfonos gratuitos siempre saturados. Tampoco los Gobiernos han estado a la altura de sus obligaciones. Ni han tomado disposiciones para atender las necesidades básicas de las personas impedidas de viajar ni han facilitado los trámites de frontera para evitar situaciones kafkianas, dejando atrapados en la zona internacional de los aeropuertos a muchos pasajeros en tránsito que, lógicamente, carecían de visado para abandonarla.
No tiene justificación el que, enfrentados a una emergencia de estas dimensiones, los ministros europeos de Transporte hayan tardado cinco días en ser convocados y en adoptar una decisión, por lo demás, de mínimos. Ni la Comisión ni la presidencia de turno española han demostrado reflejos suficientes para encarar un problema que está afectando sobre todo al tráfico aéreo de países miembros de la Unión. Esta crisis hubiera sido una ocasión inmejorable para demostrar que Europa está cerca de los ciudadanos y dispone de respuestas adecuadas para las contingencias que les afectan; en lugar de ello, se ha convertido en una nueva prueba de sus deficiencias políticas e institucionales.
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