La crisis financiera de Grecia amenaza con contaminar a otros países del euro, en especial Portugal e Irlanda. Los mercados (los inversores y ahorradores que deben financiar la deuda griega) desconfían del plan de ajuste y de las promesas de estabilidad aprobados por Europa para evitar la bancarrota griega. La desconfianza es mayor después de que Eurostat anunciara que el déficit público de Grecia no es del 12,7% del PIB, como calculaba su Gobierno, sino del 13,6%, y podría aumentar hasta el 14%. El pánico ha llevado el diferencial de la deuda griega hasta 532 puntos básicos sobre el bono alemán, ha extendido la inquietud a las finanzas portuguesas, a Irlanda, cuyos bancos están expuestos al crash griego, y a España, cuyo mercado de valores ha caído durante dos jornadas consecutivas (ayer el 2%) más que los mercados del continente, a pesar de que su sistema bancario es más sólido que el del resto de países europeos.
En una situación tan grave, con el euro depreciándose además respecto al dólar, proliferan las visiones catastrofistas que predicen el fin de la moneda única y vuelven a recordar las diferencias de clase entre los países centrales de la UEM (con Alemania como estandarte) y los países del área mediterránea. Son augurios prematuros. Si la crisis griega no se resuelve, y si la desconfianza crece sin control, es porque se superponen dos problemas que las autoridades políticas no saben, no pueden o no tienen instrumentos para resolver. No será posible disolver la desconfianza mientras no se disponga de un protocolo articulado europeo de intervención en caso de amenaza de insolvencia en un país de la Unión. Esta condición debería estar clara, puesto que las promesas de ajuste del Gobierno griego carecen de credibilidad. Y raro sería que la tuvieran, ya que las previsiones económicas señalan al menos dos años de grave contracción económica y, por tanto, una incapacidad evidente para cumplir con su plan de saneamiento.
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